Obama deja un legado a medias y en riesgo de demolición
Al presidente que llegó con un mensaje de unidad le sucederá Trump, que ganó agitando la xenofobia
El presidente Barack Obama, que hace ocho años llegó a la Casa Blanca con un mensaje de esperanza y unidad, dejará Estados Unidos en manos de un hombre de negocios que ha conquistado el poder agitando el odio a las minorías. Nadie esperaba este desenlace cuando el 20 de enero de 2009 Obama se convirtió en el primer presidente negro. El viernes, Donald Trump le sucederá. Es difícil imaginar personalidades más dispares. Un intelectual frente a un showman. Un hombre que todo le medita frente a otro que es impulsivo y se guía por los instintos depredadores del constructor de Nueva York que fue. Obama quiso transformar su país y el mundo y se topó con una realidad compleja. Deja el trabajo a medias y en peligro de demolición.
El ascenso y triunfo del republicano Trump se gestaba acaso desde el primer día, cuando el espejismo del demócrata Obama, el presidente que parecía anunciar el fin de los odios étnicos y el advenimiento de una era postracial, ocultó el malestar profundo que su victoria causaba a una parte del país.
“Me siento tan bien. No tengo frío. Mire la gente. No ha habido nada más bello en el mundo. Créame. Mire el sol: Dios nos está mirando”, dijo hace ocho años a este corresponsal una mujer negra de 78 años, una de los centenares de miles de personas que llenaron el National Mall, el parque central de Washington, para ver cómo Obama juraba el cargo. Después añadió: “No esperará que el hombre lo haga todo solo, ¿no? No es Jesucristo”.
Aquella mujer, que había vivido en los EE UU de la segregación y seguramente nunca había imaginado ver a un negro en aquella posición, captó la elevación del momento, y a la vez intuyó lo que se avecinaba.
Pronto Obama, nacido en 1961 en Hawái de una madre blanca de Kansas y un padre negro de Kenia, descubrió que los límites a su poder y las resistencias encogerían el terreno de juego. El soñador —el que en un discurso de su primera campaña proclamó que aquél era "el momento en que el crecimiento de los océanos empezó a ralentizarse y el planeta a curarse"— se metamorfoseó en el pragmático, y el ambiguo.
Obama prometía acabar con las guerras. Y sí, retiró a decenas de miles de soldados de Irak y Afganistán, y ganó el Nobel de la Paz, pero prosiguió los bombardeos con otros métodos, como los aviones no pilotados. Ordenó la muerte de Osama bin Laden, pero no anticipó la irrupción del Estado Islámico (ISIS, por sus siglas en inglés), que acabó forzándole a regresar a este país y a bombardear en Siria. Intentó cerrar la prisión de Guantánamo, símbolo de los peores excesos del Gobierno anterior, pero no pudo, o no se esforzó lo suficiente. Ensayó un cambio de rumbo geoestratégico en dirección a Asia y el Pacífico, pero Oriente Próximo y Europa le atraparon. Puso fin a décadas de hostilidad diplomática con Cuba e Irán, pero asistió atónito al expansionismo de la Rusia de Vladímir Putin.
Obama fue el presidente que regularizó a centenares de miles de inmigrantes que habían llegado a EE UU de pequeños, pero le llamaron deportador-en-jefe por su récord de deportaciones de sin papeles. Reformó el sistema sanitario y amplió a la cobertura a 20 millones de personas sin seguro médico, pero preservó el carácter privado del sistema y quedó lejos de la cobertura universal, lo que sigue haciendo de EE UU una excepción en el mundo desarrollado. Estrechó los controles sobre la banca para evitar otra crisis financiera, pero no fue tan lejos como Franklin Roosevelt en la Gran Depresión. Con la ayuda del entonces jefe de la Reserva Federal, Ben Bernanke, y con un plan de estímulo multimillonario, sacó a EE UU de la Gran Recesión mucho antes que los países europeos y creó casi 12 millones de empleos, pero muchos de estos fueron precarios y durante su mandato la brecha económica y social aumentó.
“Claramente su mayor éxito es la ley sanitaria”, dice por teléfono el historiador de Princeton Julian Zelizer. Michael Kazin, historiador en Georgetown y director de la revista Dissent, coincide: “Aunque los republicanos la quieran revocar, ahora están de acuerdo con la necesidad de una cobertura universal. Un gran cambio”, dice Kazin en un correo electrónico. “Obama también ha demostrado que un hombre negro puede ser tan efectivo y responsable —y popular— como presidente como un hombre blanco. A largo plazo esto disminuirá el racismo”.
“Es posible que se le vea como una figura de transición como Bill Clinton, pero sin duda no se le verá como una figura fracasada, como Lyndon Johnson o Jimmy Carter”, dice Kazin al comparar a Obama con los presidentes demócratas más recientes.
Kazin y Zelizer coinciden en el mayor fracaso de Obama. “No logró mantener el control demócrata del Congreso o construir un partido que pudiera ganar elecciones en muchos lugares”, lamenta Kazin. Obama salió reelegido en 2012, pero en estos años, el Partido Demócrata ha perdido ambas cámaras del Congreso y el Partido Republicano ha consolidado el control de los estados.
“Los demócratas no tienen una nueva generación natural de líderes”, constata Zelizer. Que Hillary Clinton, una política de una generación anterior a la de Obama, fuese la candidata ante Trump en las elecciones de noviembre —y que contra pronóstico perdiese— es la prueba de este vacío.
Las dificultades de Obama no se entienden sin el giro brusco a la derecha de los republicanos en estos años y su política de bloqueo sistemático en el Congreso, bien documentada por los politólogos independientes Norman Ornstein y Thomas Mann en el libro de 2012 It’s even worse than it looks (Todavía es peor de lo que parece). Fueron el partido del no: prefirieron paralizar Washington que ayudar al presidente demócrata a gobernar.
Los años de Obama fueron los de una transformación de la sociedad estadounidense: más diversa —más hispana— y más tolerante. Hoy el matrimonio entre personas del mismo sexo es legal en todo el país e incluso una práctica tan distintiva como la pena de muerte está en descenso. Al mismo tiempo, fueron los años en los que la polarización —no solo en Washington, como describían Mann y Ornstein, sino entre los ciudadanos— se agravó. La primera presidencia de un afroamericano coincidió con la multiplicación de evidencias de la violencia policial contra los negros y con estallidos de tensión racial. Surgieron movimientos populistas y conservadores como el Tea Party y se normalizó un discurso del odio, aliñado con las teorías conspiratorias más perversas, que los más ingenuos creían desterrados de la arena pública. Una parte del electorado blanco tenía miedo: el mundo se le escapaba de las manos. Los ingredientes del trumpismo estaban allí.
La presencia en la Casa Blanca de Obama —un hombre que, como escribe en la revista The Nation la novelista Marilynne Robinson, resume en su biografía los Estados Unidos del siglo XXI, multiétnico, multirracial, cosmopolita—coincidió, y quizá catalizó, el ascenso de su opuesto, Donald Trump.
Que la presidencia que arrancó con esperanzas cuasi místicas concluya así es, para los seguidores de Obama, un anticlímax. Buscando referencias en el pasado, el historiador Kazin citaba a Johnson, Carter y Clinton. Salvando las distancias —la principal: en contra de algunos vaticinios, Obama ha sobrevivido a la presidencia— también se le podría comparar con John F. Kennedy. Kennedy no fue un presidente de éxitos rotundos, y su legado es limitado, pero, por su significado histórico y su trágico final, una generación entera lo mitificó.
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