Colombia contra Colombia (Rionegro, Antioquia)
Una buena parte de la gente del “no” sí quería la paz con las Farc, pero no con superioridades morales, no sin ellos
Se supone que el sábado no pasa nada. Pero el sábado pasado empezó aquí en Colombia, la tierra que rechazó un pacto de paz en un plebiscito, con la noticia de que el presidente Santos iba a reunirse con el expresidente Uribe en algún lugar de Rionegro, Antioquia. La primicia de que la selección chilena de fútbol había sufrido un extraño saboteo en el descanso del partido contra la selección colombiana –el fútbol parodia la guerra: los rivales se dan un apretón de manos en calzoncillos prometiéndose una confrontación leal, pero luego todo vale– fue reemplazada en la radio por la noticia de que el líder del “sí al acuerdo” iba a verse con el líder del “no”, y por el rumor de que a las 5:00 p.m. iba a anunciarse al país que, luego de 41 días de incorporar las ideas de los opositores, se había conseguido llegar a un nuevo acuerdo de paz con las Farc.
O sea que sí podían ponerse de acuerdo. O sea que sí era pura cuestión de voluntad. O sea que la victoria del “no” en el plebiscito por apenas 53.000 votos sí había servido para que el medio país biempensante dejara de menospreciar al medio país hastiado de que le impongan el progresismo por decreto. O sea que una buena parte de la gente del “no” sí quería la paz con las Farc, pero no con superioridades morales, no sin ellos. O sea que el presidente Santos –y con él su impecable equipo de negociadores– era capaz de renegociar, de ceder, de corregir, de reconocer que era posible llegar a un pacto que no pasara por encima sino de aquellos que quieren la guerra. O sea que de verdad tenía sentido marchar de blanco a la Plaza de Bolívar. O sea que no siempre “todo está perdido”.
Se supone que el sábado es una tregua, pero aquí en Colombia el presidente puso al tanto del acuerdo nuevo a los funcionarios norteamericanos como acelerando el paso antes de que empiece la América incierta del bocón de Donald Trump; pasó la mañana rindiéndoles cuentas a sus opositores, desde los líderes conservadores hasta los pastores evangélicos, como reconociéndolos por fin, como dejando atrás la idea de que “conservador” es sinónimo de “bestia”; viajó a Rionegro, el lugar en donde se firmó la Constitución liberal de 1863, a confiarle el nuevo acuerdo al expresidente Uribe –un opositor de pesadilla– como si ni siquiera los políticos estuvieran condenados a la estupidez humana por siempre y para siempre; y al final del día expuso al país el nuevo acuerdo “ajustado, renovado y precisado” como un llamado a la unidad.
O sea que también el pesimismo es ingenuidad. O sea que sí puede acabarse el partido que nos ha hecho ladinos: Colombia versus Colombia. O sea que se ha reconocido a tiempo que el país no es esa suma de aquellos dos países irreconciliables cuyo resultado es cero, como en aquel cómic de Astérix llamado La gran zanja, sino una sociedad que se polariza hasta la violencia cuando sólo le alcanza la vida para defenderla. O sea que se puede sacar al Dios de la Constitución conservadora de 1886 de la Constitución progresista de 1991, pero Dios sigue. O sea que ni “familia” ni “valores” ni “Dios” son palabras reaccionarias, y la doble moral no es patrimonio de la derecha. O sea que incluir en el acuerdo palabras como “LGBTI” o “género” o “mujer” o “derechos” no es una concesión al diablo, sino un acto de mínima justica.
Sí, la Historia de Colombia está repleta de días triunfalistas que son castigados al día siguiente. Pero antes de conocer en detalle el nuevo acuerdo puede reconocérseles a los involucrados –el Gobierno, las Farc, los líderes del “no”, las víctimas, las minorías, los ciudadanos que están cumpliendo 41 días de reclamar la paz– que han hecho su parte. Y reconocerle algo a alguien en Colombia es cosa nueva.
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