Declaración de guerra a la estupidez
La elección de Trump demuestra el pésimo gusto de 60 millones de estadounidenses
““Una familia con los miembros erróneos al mando” . George Orwell.
Entre la variedad de teorías que se han avanzado para explicar la elección de Donald Trump a la presidencia de los Estados Unidos hay una con la que todos están de acuerdo. Fue una patada en el trasero a la corrección política. Bien. Juguemos según las reglas de Trump y sus votantes.
No fue la economía, estúpido, lo que ganó las elecciones para el estúpido. No fue la voz dolorida de los sin voz. No fue un grito de rabia contra la desigualdad o la globalización. No fue el clamor de los desposeídos. No fue una rebelión contra la élite.
¿Hay alguien más élite, más abusivamente élite, en Estados Unidos que Trump, un magnate malvado de caricatura que posee su propio Boeing 757, sus mansiones doradas y sus esposas Barbies que ha sido demandado ante los tribunales en más de mil ocasiones y no ha pagado impuestos en 20 años?
No. Dejemos el tópico del anti-elitismo. No seamos tan vagos y tan banales.
La victoria de Trump representó una rebelión contra la razón y la decencia. Fue el triunfo del racismo, o de la misoginia, o de la estupidez—o de las tres cosas a la vez. Fue la expresión del poco juicio y del pésimo gusto de 60 millones de estadounidenses, la enorme mayoría de ellos hombres y mujeres de piel blanca que poseen casas, coches, armas de fuego y comen más que los ciudadanos de cualquier otro país de la tierra.
Ahora que las estadísticas han permitido descifrar quién voto por quién según no solo su raza sino su situación económica o lugar de residencia, sabemos que el ingreso medio de los votantes de Trump fue superior al de los de Hillary Clinton; que la mitad de los que votaron por Trump ganan más de 100.000 dólares al año; que suelen vivir lejos de las grandes ciudades en barrios exclusivamente blancos; y que solo una minoría de ellos ha sufrido las consecuencias económicas de la globalización.
Sabemos que el 80% de los hombres negros y el 93% de las mujeres negras no votaron por él, que los hispanos votaron abrumadoramente por Clinton. ¿Acaso los negros y los hispanos viven en condiciones de menos desigualdad respecto a los Trump de este mundo que los blancos? Obviamente no. Votar por Trump no fue cosa de pobres marginados.
Se elimina la economía de la ecuación como motor principal de la victoria de Trump; se colocan lo que los diarios estadounidenses más delicados llaman “cuestiones culturales” en primer lugar. La paranoia racial que Trump agitó fue el factor diferencial.
Ahora, hay racismo y hay racismo. Viene en diferentes tamaños y densidades. En un extremo está el Ku Klux Klan, que apoyó a Trump y celebró su victoria con regocijo. En el otro están los que sencillamente no les gustan los que son de otras razas, etnias o religiones o les temen porque en sus zonas rurales, donde apenas los ven, representan el “otro” desconocido. Los blancos urbanos que votaron por Clinton se cruzan con negros o hispanos en las calles o en el trabajo todos los días.
La otra “cuestión cultural” que unió a los que votaron por Trump fue el repudio a la señora Clinton. Esto se debió en gran parte al horror a la idea de una mujer al mando del país. En parte también a que Clinton produce un rechazo visceral similar al que producen en sus países hombres como Pablo Iglesias, Mariano Rajoy, Juan Manuel Santos o Enrique Peña Nieto. Contra eso, por más injustas o groseras que hayan sido las acusaciones de la campaña de Trump contra la persona de Clinton, no hay mucho que decir.
Sin embargo, aquí es donde se ve con perfecta nitidez la estupidez, frivolidad e irresponsabilidad de los votantes trumpistas. Por más defectos que se perciban en Clinton, son triviales comparados con los de su vencedor electoral, a cuya ignorancia, cero principios y cero experiencia en la gestión de gobierno se unen casi todos los vicios personales que toda persona en su sano juicio en cualquier latitud del mundo encuentra deplorables.
Conozco a la especie que votó por Trump. Me he encontrado con ellos cuando he hecho reportajes en Texas, Montana, Arizona, Oklahoma, Alabama y otros estados típicamente republicanos. Suelen ser amables en el trato, gente religiosa y honesta, decente dentro de su reducida órbita social. Pero tras sentarme a hablar con ellos un rato siempre he reaccionado con la misma perplejidad: ¿cómo es posible que hablen el mismo idioma que yo en casa? Sus palabras me son familiares pero sus circuitos cerebrales operan de otra manera. Son gente de simple fe, ajena a la ironía; gente que elige sus verdades no en función de los hechos sino de sus creencias o prejuicios; gente que vive lejos de los océanos y del resto de planeta Tierra, al que le tiene miedo. Nunca he tenido una sensación similar de desconexión en Europa, África o América Latina. Solo en el interior de Estados Unidos.
Mi perplejidad es la de mis amigos en Nueva York, Washington o Los Ángeles. Con la llegada de Trump a la presidencia no solo han caído en el desconsuelo sino que sienten que han sido invadidos por una especie de cuerpo alienígena, o por un cáncer, o un Kim Yong Il americano. Los devotos de Trump viven, como dice un viejo amigo que los tiene de vecinos en Florida, en un mundo de ciencia ficción.
A él y al resto de los estadounidenses horrorizados por lo que ha pasado les toca ahora estar en primera línea contra el reinado de Donald Trump, un nombre hoy sinónimo de bufón en todo el mundo. Seamos solidarios con ellos, y especialmente con los marginados de verdad desde el voto del martes pasado: los negros, hispanos y musulmanes que son objeto de desdén del presidente electo. Hay que resistir, dicen en Estados Unidos. Sí, y sin tregua, y sin piedad y, si fuera necesario, sin las vacuas delicadezas de la corrección política. Hay demasiado en juego para no criticar a Trump o mofarse de él y de sus partidarios. No hay que dejar de recordarles la ridiculez en la que han caído, la broma enfermiza que le han gastado al resto de la humanidad.
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