Escolta Espanya! ¡Escucha Cataluña!
(Este el texto de mi intervención el pasado 14 de julio en la Fundación Ortega y Gasset Gregorio Marañón en la última sesión del seminario titulado 'Escolta Espanya!¡Escucha Cataluña!, alrededor del tema 'Sociedad civil y medios de comunicación: ideas para una nueva convivencia entre Catalunya y España'.)
Si se trata de buscar ideas para una nueva convivencia, tal como reza el título de la sesión de esta mañana, lo primero que habría que propugnar sería el desarme verbal. Dejémonos de insultarnos. Dejémonos de despreciarnos y ofendernos mutuamente. Luego puede llegar la reconciliación, pero antes debería producirse el cese de las hostilidades en la contienda de la palabra.
Estas retóricas antagonísticas gratifican a los mutuamente ofendidos, atizan las peores pasiones y suelen dar rendimientos en audiencias mediáticas y sobre todo en resultados electorales, por lo que tengo sobrados motivos para dudar que quienes las promueven quieran y vayan a abandonarlas solo por la mera llamada de buena voluntad de unos pocos remilgados a que cese la guerra verbal.
No se trata de una cuestión anecdótica, ni de una inflamación digital atribuible a la frivolidad y a la irresponsabilidad que proliferan sobre todo en las redes sociales. En muchos casos son dirigentes políticos del máximo nivel, intelectuales de la máxima consideración, directores de campañas electorales y responsables de medios de comunicación de los más tradicionales de uno y otro lado quienes encabezan las ofensivas verbales con intolerantes soflamas que en muchas ocasiones poco tienen que ver con las ideas o con los argumentos sino que atacan a las personas individual o colectivamente, estrictamente por lo que son o por la identidad que exhiben: por catalanes, por españoles. Algo sabemos históricamente de la cultura del odio en España y hay que decir que en estos diez años hemos desenterrado incluso todo el arsenal de insultos y tópicos viejos de cien años, desde los mismos orígenes polémicos del catalanismo, para arrojárnoslos a la cabeza unos a otros. Hay incluso bibliografía al respecto.
Tras el desarme verbal, debiera llegar la etapa de creación de territorios de diálogo y de acuerdo. No puedo avanzar ni un centímetro en esta dirección sin expresar de nuevo mi escepticismo: si desde los medios no tan solo no hemos sabido frenar la guerra verbal, sino que incluso la hemos atizado –unos más que otros, sin duda: que cada uno haga su examen de conciencia— ¿cómo voy a pensar que seremos capaces de contribuir a la creación de estos territorios de diálogo y de entendimiento desde los mismos medios?
Y sin embargo, habrá que abandonar en algún momento la idea de los frentes de combate. Además de desarmar, habrá que empezar en algún momento a reorganizar la vida civilizada. No es una cuestión únicamente de contenidos ofensivos, sino de pluralismo. Hay medios de comunicación y más concretamente periódicos, en uno y otro lado, en los que la uniformidad y la redundancia de los análisis y de las opiniones es sorprendente e incluso bochornosa. El pluralismo de la sociedad no se agota en la pluralidad de medios con orientaciones distintas e incluso contrapuestas, sino que debería ser también pluralismo interno de los medios, dentro de las proporciones razonables respecto a la orientación de cada uno de ellos.
En estos diez años hemos visto como disminuía el pluralismo y crecía el unanimismo, hasta casi llegar al cero absoluto del primero y al cien por cien del segundo. Es especialmente grave como síntoma cuando se produce en medios privados de referencia para un sector importante de la opinión pública, en concreto los diarios que mejor representan a la derecha española y los que mejor representan al catalanismo político. Pero es más grave todavía y no tan solo como síntoma sino como enfermedad de la democracia cuando se produce en medios de comunicación públicos, como hemos visto prácticamente en todas las televisiones y radios, aunque en mi caso quiero hacer una referencia especialmente crítica a RTVE y a la CCRTV, Televisión Española y TV3, instituciones donde se ha perdido, especialmente en los momentos más intensos de la confrontación entre el gobierno catalán y el español, el mínimo sentido del equilibrio, la proporción y la honestidad informativas.
Tras el desarme verbal, se me antoja por tanto absolutamente necesario un esfuerzo para que regrese el pluralismo, al menos en los medios de comunicación públicos. Ningún territorio de entendimiento puede crearse si persistimos en los cotos cerrados e incomunicados, con la opinión pública parcelada según las ideologías e incluso según los territorios y conducida por medios públicos gubernamentalizados.
Vivimos en algunos momentos en mundos paralelos, que no tienen nada en común, y que se dirigen cada uno de ellos a sus propios parroquianos, incapaces de sentarse a dialogar con quien sostiene una opinión diametralmente opuesta. En España ha dejado de existir la conversación ciudadana, el diálogo entre ciudadanos. Ojo, también en Cataluña. Estamos en la era de los monólogos: el soberanismo habla muchísimo, pero consigo mismo; lo mismo sucede con los adversarios de la independencia.
Tras el desarme verbal y la entrada en juego de la pluralidad de voces, necesitamos recuperar nuestra conversación ciudadana, que es una conversación española y catalana, en la que cada uno reconozca la voz del otro y su derecho a ser escuchado sin prejuicios y sin etiquetas. ¿Somos capaces de escucharnos civilizadamente sin descalificarnos? También en este punto quiero mantener de nuevo mis dudas, lamentablemente fundamentadas en la experiencia. Pero ahora se trata aquí de lo que debe ser y no de lo que es. Y lo que corresponde es escucharnos unos a otros, ponernos en el lugar del otro, atender a sus argumentos e intentar llegar al final a posiciones que incluyan a todos.
Con mi escepticismo por delante, quisiera enumerar los territorios de entendimiento sobre los que según mi parecer sería necesario un esfuerzo desde los medios de comunicación responsables para abrir, al menos, un debate público honesto y eficaz.
El primero es la lengua. Es inconcebible a estas alturas que la sociedad española no haya conseguido un mínimo consenso sobre el tratamiento y las políticas que debe recibir la diversidad de sus lenguas y culturas, reconocida de otra parte en la Constitución. Es inconcebible la inexistencia de un debate público y a la vez la irresponsable utilización exclusiva de estos materiales como munición propagandística ofensiva. En vez de respetar y proteger las lenguas, como es obligado por la Constitución –en el preámbulo, en el artículo 3 del título preliminar, y en el artículo 20 del capítulo de derechos y libertades—las hemos utilizado como instrumentos politizados para combatir al adversario.
Hay un pacto lingüístico imprescindible, que debe servir para restaurar la unidad civil buscada en la transición y casi inmediatamente perdida. La lengua catalana, que es mi lengua, no tiene el estatus ni el trato que merece por parte de las instituciones del Estado y de los medios de comunicación públicos y privados de alcance español y esto debe ser discutido y remediado.
Su unidad, claramente reconocida por las instancias académicas y científicas, no puede ser objeto de instrumentalización a conveniencia de los combates políticos entre nacionalismos, como ha sucedido en la Comunidad Valenciana y en las Islas Baleares.
No tengo tiempo aquí para entrar en detalles, pero mi opinión es que hay responsabilidades de todas las partes en la ruptura del consenso lingüístico. La segunda ley lingüística catalana de 1998, en la que se imponían cuotas y multas, tiene mucho que ver con esta ruptura, que se ha expresado fundamentalmente en el cuestionamiento del modelo de enseñanza de las lenguas vigente actualmente en Cataluña.
Es difícil el acuerdo ahora porque hay dos posiciones enquistadas en sus respectivos dogmas, pero creo que es posible y que los ciudadanos lo merecen. No voy a discutir aquí conceptos como inmersión lingüística o lengua vehicular de la enseñanza. Y probablemente ni siquiera hacen falta estos conceptos para imaginar un modelo de enseñanza fundamentalmente en lengua catalana, con el papel central que merece la lengua reconocida estatutariamente como propia, en la que el castellano reciba también un trato correspondiente a su peso social y cultural y a la dignidad de los ciudadanos catalanes de lengua materna castellana, y el inglés tenga la relevancia que exige la economía globalizada en la que encontrarán trabajo nuestros actuales escolares.
Me parece que no es una osadía pensar que las principales instituciones del Estado, empezando por la Corona, deben a los ciudadanos españoles que tienen otras lenguas distintas al castellano como lengua materna y propia algún gesto ostensible y no meramente simbólico de reconocimiento. Entre las sociedades occidentales más próximas disponemos al menos de tres modelos, el de Canadá, el del Reino de Bélgica y el de la Confederación Helvética, que debieran ser analizados y ser objeto de un debate serio y no de meras descalificaciones entre nosotros. El primer ministro de Canadá habla siempre en francés e inglés. Nada se hace en Bélgica, desde los discursos de la corona hasta las sesiones parlamentarias, sin respetar el bilingüismo en francés y en flamenco. En Suiza las cosas son todavía más complejas porque son cuatro las lenguas y como en España cada una de ellas tiene un ámbito y una fuerza distinta. Aquí con despreciar los pinganillos que sirvan para la traducción simultánea en el Senado nos hemos quedado tan anchos.
Yo voy a personalizar. He hablado de mi lengua, el catalán. Quiero hablar ahora de mi ciudad, Barcelona. Hay un debate apenas abierto, en todo caso siempre cerrado y de malos modos, al estilo del de los pinganillos, sobre la doble capitalidad española, con frecuencia a cuenta de las supuestas extravagancias atribuidas a Pasqual Maragall. Parte del problema implícito en la discusión sobre el federalismo e incluso sobre la independencia, radica en la vocación barcelonesa como capital española e internacional. Hay por supuesto razones subjetivas poderosas: los sentimientos y los deseos inequívocos que tenemos los barceloneses, pura sociedad civil por cierto; pero las hay también objetivas, que tienen que ver con el peso económico y demográfico, con el emplazamiento geográfico y con el prestigio y la imagen internacional de nuestra ciudad.
Ernest Lluch daba una definición de nación muy pertinente para entender el fenómeno barcelonés. Una nación es un territorio con una gran ciudad que es su capital. Si Barcelona ve negada su condición como capital española, se abre la pista a quienes quieren que sea solo y en exclusiva capital de Cataluña y constructora de la nación catalana independiente.
Pocas cosas hay tan chocantes para mi gusto en la Constitución española como el trato que recibe Madrid como capital de España, reconocida como tal en el título preliminar, artículo 5. Fíjense si es importante la capitalidad que para cambiarla se requiere el mismo procedimiento reforzado o agravado que se necesita para pasar de monarquía a república o para reconocer el derecho de autodeterminación, que como ustedes saben exige la disolución del parlamento tras una primera votación por la que se decide realizar la reforma, su aprobación en una segunda votación por las nuevas Cortes y a continuación su ratificación en referéndum.
La nación catalana sin Barcelona no existiría. Con una pequeña capital provincial, Cataluña apenas podría presentarse como nación, porque no tendría suficiente demografía, ni riqueza económica, lingüística y cultural. El peso de su lengua sería también más bien escaso, como su peso demográfico y cultural. Las oleadas de inmigrantes que algunos vieron en su día como un peligro para la identidad nacional y para la lengua son las que las han salvado al proporcionar la fuerza de una población que crece y sigue hablando la lengua propia.
Hasta el proceso soberanista, la Marca Cataluña apenas ha existido. La única marca seria ha sido y es Barcelona. La Marca Cataluña que existe ahora y se proyecta internacionalmente es la de un conflicto de difícil comprensión fuera de España.
Todo esto no gusta al nacionalismo esencialista. Ni al nacionalismo español, que existe, vaya si existe, y quiere una lengua, una cultura y una capital, ni al nacionalismo catalán, que quiere también lo mismo, una lengua, una cultura y una capital, pero reducido al ámbito catalán. Los nacionalismos no quieren compartir soberanías ni capitales. De ahí que a mí me parecería muy pertinente un debate español potente en el que se pudiera discutir qué instituciones del Estado deben tener su sede en Barcelona y qué cosas puede hacer España para que su segunda gran ciudad sea también sentida como capital de todos.
Esta cuestión afecta también al debate sobre el federalismo, que tiene aspectos constitucionales, ya discutidos aquí en una anterior mañana de ponencias, pero tiene otros muy prácticos. El federalismo alemán es el que ofrece el mejor ejemplo de compatibilidad entre estructura federal y multicapitalidad, repartiendo instituciones del Estado prácticamente por todos los länder. Cabría la posibilidad de trasladar instituciones del Estado a Barcelona, pero también se podrían trasladar a otras capitales de las principales autonomías según el modelo alemán. Madrid y la idea de la España centralizada a la francesa sufrirían, es cierto. Pero de eso es también de lo que se trata.
El caso de Barcelona afecta asimismo al debate imprescindible sobre las infraestructuras, territorio en el que algunas fuerzas políticas han jugado abiertamente a la construcción de una nación española centralizada y radial, en la que Madrid cuente como capital única con una ciudad como Valencia como puerto central, y que arrincona y provincializa a Cataluña y a Barcelona. Y todo, por supuesto, en detrimento de la estructura en red que corresponde a la realidad política del Estado autonómico, y en detrimento del eje mediterráneo, que es el eje de transportes de la competitividad, de la conexión europea y de la prosperidad española.
En la lamentable política de inversiones que ha sufrido Cataluña se diría que han sido las instituciones centrales del Estado las que han jugado prematuramente, antes incluso que el movimiento soberanista, con la idea de desconexión catalana respecto al resto de España. Como si creyeran que la independencia efectivamente va a producirse y fuera mejor una estrategia de descapitalización del futuro Estado catalán independiente. Para qué vamos a gastar más con ellos o a darnos prisa en las inversiones si nos están diciendo que se van.
Hay también un debate fiscal, en el que probablemente los argumentos todavía no han superado la propaganda, pero que está más avanzado que los otros. Eso no quiere decir que vaya a ser más fácil la obtención de un consenso español sobre el reparto de los recursos. El espejo del concierto vasco y sobre todo la fijación y reparto del cupo ha sido uno de los mayores estímulos a las reivindicaciones catalanas. Y se trata, como todos sabemos, del gran tabú constitucional de la transición. Fijémonos, además, que tanto las infraestructuras como la fiscalidad suscitan en Cataluña consensos muy amplios, sobre todo en la sociedad civil, que apenas se han roto o degradado como ha sucedido con los consensos lingüísticos y no digamos ya los autonómicos.
El último de los debates es el de la reforma constitucional. Gracias a los últimos resultados electorales se ha acallado de una vez esa voz persistente que nos advertía sobre la inutilidad de cualquier reforma. No sé si habrá reforma, pero a la vista está que tendremos al menos el debate y que sería del todo imprescindible incluir a los partidos soberanistas en la discusión.
Pudo hacerse de otra forma, sin duda. Sin reformar ni siquiera la Constitución. Porque el problema no es la Constitución sino el consenso. Cuando no hay consenso ni ganas de que lo haya, cuando se hacen lecturas de la Constitución, como las hace el propio TC, que van en la dirección contraria al consenso, de nada sirve plantearse una reforma.
Lo primero es saber si queremos recuperar el consenso constitucional. Es evidente que el independentismo ya no está por la labor. Pero la reforma constitucional no debe dirigirse a los independentistas, aunque hay que intentar naturalmente que participen en el debate y puedan incorporar lo mejor posible sus puntos de vista.
Hay que hacer, por tanto, una reforma para todos en la que todos participen, y si no pueden ser todos el mayor número posible de fuerzas, y a ser posible tantas y tan importantes como las que lo hicieron hace 40 años.
Esta reforma habrá que someterla posteriormente a referéndum de todos los españoles. La fiesta no es para los catalanes, y sobre todo no solo para los catalanes, pero si los catalanes no se sienten representados en el resultado, la fiesta habrá servido para muy poco.
La reforma constitucional debe ser profunda, seria, valiente, de forma que se aborden todos los problemas pendientes y se resuelvan con sentido histórico y visión de Estado, es decir, para los próximos 40 años al menos.
Yo no sé si es prudente por parte de las fuerzas políticas decir que esta reforma debe recibir una aprobación contundente de los catalanes y que en caso contrario no va a servir. Quizás no es prudente decirlo, como se les reprocha a los socialistas catalanes, pero para un analista político, para un periodista, es obligado decirlo.
Una reforma de tal tipo, si supera en Cataluña la barra del 50 por ciento con una participación promedio similar a las anteriores contiendas electorales, cerrará el contencioso para un buen número de años y obligará a los dirigentes del proceso a situarse en un territorio político nuevo y al menos algo más calmado.
¿Pero qué sucederá si la reforma no vence en Cataluña? ¿Debo reprimir mi pregunta? ¿Significa erosionar la reforma el solo hecho de formularla? ¿Debemos mirar hacia otro lado y olvidar el conflicto abierto por la sentencia del TC que anuló parte de un estatuto aprobado por el Parlament catalán, las dos cámaras españolas y el cuerpo electoral catalán en referéndum?
La respuesta para mi gusto es que, en caso de que los catalanes vuelvan a expresar en las urnas, como lo han hecho ya varias veces, su discrepancia respecto al modelo de Estado en el que su autogobierno se halla organizado, entonces la democracia española deberá habilitar un camino democrático que solo se puede inspirar en la tradición constitucional más acorde con el problema que es la canadiense.
No se trata de reconocer para Cataluña el derecho de autodeterminación, ni tan siquiera de apuntarse al inasible derecho a decidir. Es meramente cuestión del principio democrático por el que nos exigimos gobernar con el consenso de los gobernados. ¿Alguien imagina una persistente expresión electoral de un profundo disenso respecto al ordenamiento constitucional por parte de la mitad de la población de una comunidad autónoma de la importancia política y del peso económico de Cataluña? ¿Cuánto tiempo podría durar una tal situación? ¿Cuántas elecciones aguantaríamos con mayorías parlamentarias absolutas independentistas aunque en votos no alcanzaran el 50 por ciento?
Todos sabemos cuál es la reforma constitucional que puede funcionar y que se espera desde Cataluña. Es una que resuelva la cuestión de la delimitación de competencias e impida su invasión por el Gobierno central, especialmente en los capítulos de lengua y de enseñanza; que garantice la financiación suficiente del autogobierno, mediante la creación de una agencia tributaria catalana cogestionada y una mejor distribución de los recursos; que convierta el Senado en una auténtica cámara federal al estilo alemán y facilite la formación de una voluntad federal común; y que reconozca la singularidad de Cataluña como nación diferenciada dentro de España, al estilo del reconocimiento que ha hecho Canadá de la nación quebequesa.
Quienes no querían reforma alguna hasta ayer u hoy mismo, quienes quieren una reforma de mínimos, quienes quisieran incluso lo contrario, es decir, una reforma recentralizadora que sirva para que el Estado central recupere competencias cedidas en estos 40 años, deberán meditar sobre estas preguntas, que atienden al principio democrático y están en las base de la doctrina jurídica de la claridad y de la ley de la claridad canadienses.
La apertura de este gran diálogo no depende tan solo de los políticos, sino en buena parte de los creadores de opinión que somos los periodistas y especialmente los responsables de medios de comunicación. Para una nueva convivencia en España es necesario ante todo hablarnos y hablarnos con respeto sobre estas cuestiones que exigen de todos nosotros al menos un esfuerzo de claridad argumental y de honestidad argumental, lejos de la demagogia y de los populismos. Permítanme que cierre mi intervención con una frase de quien fue rector de la Universidad Autonóma de Barcelona y consejero de la Generalitat, el insigne historiador Pedro Bosch Gimpera: “España será la de todos, hecha por todos, o no será”. Así de simple. Muchas gracias.
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