Paseo del terror
Desorientarnos y debilitarnos hasta convertirnos en peleles a disposición de quien quiera utilizarnos. Eso es el terror. Una violencia inusitada e incomprensible, que nos deja tirados y sin capacidad para entender el por qué de tanto de dolor y de tanta muerte.
Las víctimas, primero. Claro está. El sin sentido de esas vidas segadas, el dolor inmenso por esos mundos de potencial infinito que ya no serán. Nosotros, después, con nuestra dificultad para vivir así, con una amenaza absurda que afecta a los estadios de fútbol, a las revistas satíricas, a los bares nocturnos, a las salas de música, a las discotecas de ambiente LGBT, a los resorts turísticos, a los aeropuertos y ahora a los paseos marítimos donde las muchedumbre acude a gozar de la fiesta y se encuentra luego engullida por un infierno que le abre sus puertas de par en par.
Es una guerra, se nos dice, y es contra occidente. No hay duda alguna de ambas cosas si nos creemos a pie juntillas la propaganda del autoproclamado Estado Islámico y sus amigos, sus propagandísticas o sus condescendientes simpatizantes. Pero no va a ser una guerra, ni puede serlo, ni queremos que lo sea, si se trata de militarizar nuestras sociedades, perder nuestras libertades y convertirnos en rehenes permanentes del terror, custodiados a distancia por el miedo y la desorientación.
Y tampoco la reconoceremos como una guerra contra occidente si en ese occidente que dicen combatir los asesinos no se incluyen las víctimas de religión musulmana que producen sus atentados –que son la mayoría— y los países que la sufren: Irak, Egipto, Túnez, Turquía, Bangladesh o Arabia Saudí incluso donde han atentado recientemente.
Quedan los argumentos: las guerras, ‘nuestras’ guerras. ¿Siria? ¿Irak? ¿Libia? La embriaguez ideológica que provoca el terror busca explicaciones fundamentadas para las acciones de los asesinos de masas, como si sus mentes actuaran por razones políticas y morales atendibles. Pueden servir las guerras del presente como las del pasado, tal como Gilles Kepel ha documentado con su idea de esa ‘resaca retrocolonial’ que bulle en la cabeza de los franceses de origen argelino o tunecino reclutados por el yihadismo universal a través de un cóctel de marginación social, desencanto político y radicalización islámica (Terreur dans l’hexagone, Gallimard, 2015).
La guerra de Bush y Blair sirve a estos asesinos como sirve la guerra de Argelia, la opresión colonial o, puestos a seguir con el efecto retroactivo, como hace el Estado islámico en sus panfletos, las remotas cruzadas. Cruzados eran, según el lenguaje criminal del yihadismo, quienes murieron aplastados por el camión del asesino yihadista en el Paseo de los Ingleses de Niza convertido en el paseo del terror.
No es una guerra, y no es contra occidente, pero hay que combatir a esta plaga criminal con todos los medios legítimos del Estado de derecho, que son sobre todo policiales y de inteligencia. No hay que creer a esos criminales contra la humanidad cuando pretenden convencernos que son soldados del islam combatiente en guerra contra occidente, pero sí hay que hacer caso de los objetivos que escogen para entender quién es realmente su enemigo: la fiesta popular, el paseo marítimo de una capital del turismo global, la noche del 14 de julio aniversario de la toma de la Bastilla. Quieren terminar con nuestra libertad, con la igualdad y sobre todo con la fraternidad.
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