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EL ESPAÑOL DE TODOS
Columna
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De ‘conectores’ y otras banalidades

La narración tiene que encadenar naturalmente los hechos, de forma que integren una unidad superior

Es un lugar común que el castellano es una lengua particularmente verbosa, lo que se suele comparar desfavorablemente con la presunta y urgente concisión del inglés. Psé. En un gran western de los cincuenta Shane, Alan Ladd decía que los revólveres no eran buenos ni malos, sino que lo era la mano que los empuñaba. Algo parecido le ocurre al castellano o español, que se puede hacer con él todo, absolutamente todo, desde Gracián a Valle-Inclán. Y eso nos lleva a una realidad que existe en el periodismo en español, una inflación de lo innecesario, que revela insuficiente familiaridad con la lengua. Es lo que una amiga periodista uruguaya llama el uso y abuso de los conectores. 

Las fórmulas son conocidas: “por consiguiente”, “a consecuencia de”, el horroroso “por ende”, “dado que” y la gran culminación que serían “en otro orden de cosas” y “volviendo al tema que nos ocupa”. Todos sobran porque si volvemos al tema que nos ocupa estará ya perfectamente claro que hemos vuelto y lo mismo cabe decir de los restantes conectores, porque la narración tiene que encadenar naturalmente los hechos, de forma que integren una unidad superior en la que cada elemento se deduzca o complete a los que lo preceden. Por esa razón las historias se empiezan a contar desde el primer párrafo, o incluso línea, sin prólogos ni vueltas de calentamiento como en las carreras de motos. No solo lo breve, sino también lo directo es dos veces bueno.

La utilización de esos artefactos trata, por añadidura, al lector como a un menor de edad que no se hubiera enterado de que “por consiguiente” de aquello ocurre esto otro

¿Por qué se produce esa inflación lingüística? Entiendo que algo tiene que ver con lo que he llamado el chip colonial, la verbosidad —un poco como en este mismo texto— heredada de la Corona, que vivía en el reino de la ampulosidad verbal para impresionar al súbdito, que no ciudadano. Una gran periodista colombiana le llama a eso “ponerse la corbata” para escribir. Es verosímil que para penetrar en la información tengamos que llevar corbata y frac, si es preciso, pero hay que ponerse a escribir desinhibido, sin cargar ni una coma de más. Y diría también que se trata de una necesidad psicológica de dejarlo todo atado y bien atado, de tal manera que ningún lector pueda llamarse a engaño sobre dónde empiezan y acaban las cosas. Así es como algunos de nuestros textos, tanto informativos como de análisis u opinión, acarrean lastres que no añaden nada y distraen o retraen al lector.

No digo que eliminar ese sarpullido convierta a un periódico cualquiera en un buen periódico, ni tampoco que el hecho de que aparezca un conector que otro sea especialmente grave, sino que su proliferación es lo que desconecta al lector, haciendo al periódico tedioso y repetitivo. La utilización de esos artefactos trata, por añadidura, al lector como a un menor de edad que no se hubiera enterado de que “por consiguiente” de aquello ocurre esto otro. Y ocurre que el lector no tiene la obligación de saber qué contextualizaciones explican lo que se cuenta, puesto que no tiene por qué haber leído el periódico de días anteriores, pero tampoco es un menor al que haya que recitarle el catecismo.

Hubo una época, tanto en América Latina como en España, en que se puso de moda asegurar que había que escribir corto porque todo el mundo tenía mucha prisa. En estos días en que el digital multimedia abrevia y modifica el uso de la palabra, aún se podría dar más crédito a esa conseja. Pero nada más lejos de la realidad. El digital y el impreso no deben escribirse ni corto, ni largo, sino con la extensión que exija el interés del texto. Un alumno y amigo de mi curso de Cartagena, el barranquillero Nilson Romo, me dijo un día que yo les “enseñaba a escribir más corto” y tuve que matizar sus palabras recalcando que el objetivo era escribir con la extensión adecuada, aunque en la práctica eso fuera cortar el rollo.

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