Elección americana
Con los candidatos oficiales, comienza la verdadera campaña
Ahora sí, y recién ahora, empieza la elección. Quedan dos, finalmente, un Republicano contra una Demócrata. La expresión “una Demócrata” no es menor. Por primera vez una mujer, Hillary Clinton, es candidata a la presidencia de Estados Unidos. Y con alta probabilidad de vencer.
Ello a pesar del “fenómeno Sanders,” aparentemente incapaz de reconocer el hito histórico que representa la candidatura de una mujer, y a pesar del “fenómeno Trump”, reacio a entender que la estrategia de polarizar a la sociedad, tan efectiva en las primarias, bien podría funcionar exactamente al revés en la elección de noviembre. O sea, en la que cuenta.
Dicho de otro modo, tal vez un triunfo de Clinton no ocurra “a pesar” de Sanders y Trump, sino precisamente “a causa” de Sanders y Trump. El primero anunció que participará en la próxima elección primaria, la última, en Washington DC. No es el reconocimiento generoso que se espera del perdedor, siendo que Clinton ya cuenta con el número de delegados necesarios para su nominación. Es otro ejemplo de la polarización de Sanders, imagen especular de la de Trump.
En un sistema político donde los partidos son tales en el sentido estricto del término, y no meras máquinas electorales como en Estados Unidos, un comité central ya le habría hecho entender a Sanders que debe felicitar a su contrincante, renunciar y apoyarla. Sería lo racional, si el objetivo es llegar a la convención de julio con el partido unido. Ello sucederá, eventualmente, pero más tarde de lo necesario y con menos elegancia.
La polarización es útil para las primarias pero ocurre a la inversa en la elección presidencial
Aún menos elegancia ha tenido Trump. El problema es que aquello que lo benefició estos meses, su propia polarización, bien podría comenzar a costarle. A partir de ahora la sociedad dejará de evaluarlo en un escenario con otras diez personas, todas más aburridas y menos convincentes en el arte de los quince segundos. Ahora comenzará a imaginarlo como presidente. De aquí en adelante habrá menos show y más debate en serio. El electorado casi siempre se inclina por quien se ve—y suena—más “presidencial”, justamente.
Es de imaginar un debate sobre las políticas públicas de Trump, su limitadísimo programa. Por ejemplo, la inmigración, reducido a un muro en la frontera con México y prohibición de entrada a los musulmanes, y comercio, limitado al proteccionismo con China. Entre diez rivales, no le ha sido difícil ocultarse detrás de soundbites. Frente a una rival sólida en los temas será más complicado, tendrá que explicar cómo y por qué implementará esas políticas.
Un problema adicional de Trump es su partido, que no es muy suyo, de hecho, pero es el que lo lleva de candidato. Solo que lo hace a regañadientes, lo cual ilustra su creciente disfuncionalidad. Trump es un síntoma de la confusión del Partido Republicano, desafortunada para la estabilidad. Su candidatura es consecuencia natural de extremismos anteriores: la revolución conservadora de Newt Gingrich en los noventa y el radicalismo fiscal del Partido del Té en este siglo, por nombrar dos.
No es que Hillay Clinton no tenga vulnerabilidades, ni mucho menos. Los cargos por el uso de un servidor privado habrían desempleado a cualquier otro funcionario del Departamento de Estado, o peor que eso. Pero en términos electorales el centro del espectro ideológico, el célebre votante medio, le pertenece. La polarización es útil para las primarias—¡cómo habría llegado tan lejos Sanders, de otro modo!—pero ocurre a la inversa en la elección presidencial, cuando votan muchos más y la agregación produce una convergencia hacia el centro, es decir, hacia la moderación.
Y si todo falla, Clinton tendrá la demografía de su lado. En las últimas dos elecciones el voto latino fue 2 a 1 favorable a Obama. De repetirse, la Casa Blanca permanecerá en manos Demócratas. No es solo el número de hispanos, sino también su concentración en estados con mayor población, y por ende con mayor número de votos en el Colegio Electoral. De los cuatro más grandes solo uno, Texas, votó Republicano en las dos últimas elecciones. California, Florida y Nueva York parecen consolidarse como estados Demócratas.
La xenofobia de Trump impide pensar que esa tendencia cambie de aquí a noviembre. Ocurre que la moderación del votante en elecciones presidenciales también incluye su rechazo al racismo. El Partido Republicano debería haber aprendido la lección de Mitt Romney, quien en septiembre de 2012 ironizó—tan solo ironizó—sobre la inmigración mexicana. Les seria útil mirar las encuestas a partir de allí y hasta el día de la elección, aquel primer martes de noviembre.
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