La tarde en que José Tomás se volvió humano
El maestro perdió contra sí mismo en La Monumental de México, la mayor plaza del mundo, donde tomó la alternativa hace 20 años
En realidad no hubo toros. José Tomás lidió este domingo sólo consigo mismo. Vertical y quieto, el maestro español salió al ruedo, colocó un espejo ante sí e intentó emular al mito. Habrá quien crea que no alcanzó la gloria, otros dirán que simplemente se quedó en tierra. Lo cierto es que la tarde del 31 de enero de 2016, en la Ciudad de México, el torero que cita a Hegel y reta al tiempo se volvió mortal. Mortal y triste.
José Tomás, traje rosa palo, corbatín verde, había entrado en la mayor plaza del mundo midiendo su fama en pasos de arena. La Monumental le esperaba de pie, enloquecida del mito. Todo podía suceder. México es impredecible y subterráneo, y su principal coso también. Excavado a 20 metros de profundidad, se dice que ahí, en ese ruedo espléndido, se torea bajo tierra, en las entrañas del miedo. No le afectó eso a José Tomás. En esa plaza tomó la alternativa hace 20 años y ayer, en ese punto exacto del universo, decidió poner los pies a ambos lados de la línea que le trazó el destino.
No faenaba contra Bellotero, Platero o Romancero, nacidos para el olvido, sino contra sí mismo
Desde esa divisoria citó a su propia leyenda. No faenaba contra Bellotero, Platero o Romancero, nacidos para el olvido, sino contra sí mismo. El toro y su deriva no eran el rival. Su gran adversario, aquel que le ganaba en talla y le podía tumbar, era un tipo enjuto y pálido. Vestido como él, quieto como él.
Desde hace años, al maestro español le persigue su mito. Hace tiempo que dejó de ser un grande o un consagrado. Ahora representa mucho más. Es el matador del millón de dólares, el de las 11 orejas de Nimes, el hombre trágico que el 7 de mayo pasado volvió a Aguascalientes, la plaza que le vio caer en 2010, y mató no a uno, dos, tres toros, sino a su propia sombra. Y ese torero fue el que ayer salió, mortal y rosa, a La Monumental.
Hay tardes que duran años. Agigantadas en la memoria, nutren la leyenda. La del domingo no fue de esas. Se resumió en el primer toro de José Tomás y el último del mexicano Joselito Adame. El resto fue olvido.
Cuando la plaza esperaba la gesta, desapareció, y sobre el albero se quedó una sombra despeinada y de traje ensangrentado
En su primera faena, el maestro español se enfrentó a la nada. Un toro arrastrado y líquido, que se hundía a cada paso y hundía al torero como un imán. Ahí José Tomás sacó agua de las piedras. Encadenó naturales, fue puro y metió la espada hasta los gavilanes. Dos veces fue cogido. Y dos veces se levantó. Ante la nada hizo de todo. Era el mito. Pero luego, cuando la plaza esperaba la gesta, desapareció, y sobre el albero se quedó una sombra despeinada y de traje ensangrentado. “No ha tenido suerte y se ha venido abajo”, comentó a este periódico un diestro venido de Madrid. Toda la plaza lo sintió. En ese primer toro, el maestro se había quedado sin él mismo. Lo que vino después fue técnica. Chicuelinas y recortes de un robot con apariencia de torero. Tuvo que ser el mexicano Adame quien acudiera en socorro de La Monumental. Lo hizo con honor y en el último toro. Una faena sin miedo que desató un delirio. Adame, con dos orejas, salió por la puerta grande. José Tomás, con una oreja, rechazó entrar al quite y oyó más pitos que aplausos. Para él, fue una tarde oscura. A sus 40 años, no había logrado torearse a sí mismo.
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