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Opiniones prohibidas

Cualquier ideología política o concepción de mundo puede ser objeto de crítica y hasta de burla. En democracia, esas actitudes no solo deben garantizarse, sino también exigirse

El busilis no está en si cabe prohibir opiniones, sino en su por qué. Hay muchas prohibiciones que damos por buenas porque damos por buenos los principios que las justifican. Para empezar, no debemos olvidar lo básico: la ley (justa) es la garantía de la libertad, la que impide el poder arbitrario. La libertad republicana se levanta sobre la prohibición de las órdenes del déspota. La libertad y la democracia son la vara de medir. También cuando se trata de limitar informaciones y opiniones.

Es cierto que algunas prohibiciones resultan controvertidas. En Estados Unidos los sutiles debates en torno a la quema de la bandera, la publicidad negativa, el racismo explícito, el negacionismo o la pornografía llevaron a contraponer la libertad de expresión con cosas muy importantes, como la protección de la dignidad de las mujeres o la conveniencia de combatir la incitación al odio. En otras ocasiones, todo resulta más sencillo y no vemos problemas en controlar la difusión de información, como sucede cuando se persiguen delitos como sobornos y amenazas, se castiga la información fraudulenta (en alimentos, medicamentos, tratamientos), falsa (a sabiendas, el perjurio) o peligrosa, aunque veraz (la fabricación de bombas, el domicilio de personas amenazadas). También parece sensato regular el acceso a cierta información, como sucede con la prohibición de emitir algunos contenidos en horarios con audiencia infantil. Salvo para los taurinos.

Con tales prohibiciones protegemos cosas que nos importan, incluida la libertad para opinar. Por eso estaba justificado perseguir a quienes difundían las amenazas de ETA o los domicilios de los concejales constitucionalistas en el País Vasco. No hay libertad cuando el ejercicio de los derechos necesita heroísmo en los ciudadanos. La libertad de expresión, el blindaje de la libertad individual, la protección de la pluralidad, esto es, la preservación de la democracia, pueden requerir intervenciones (leyes) que garanticen la veracidad, el respeto a las personas, la posibilidad de réplica, la presencia de los distintos puntos de vista en los distintos sitios. Intervenciones que, en ocasiones, exigen minimizar el ruido informativo, sobre todo, cuando resulta monótonamente unidireccional.

No vemos problemas en controlar la difusión de información, como sucede cuando se persiguen delitos como sobornos y amenazas

En nombre de los mismos principios muchas constituciones de “democracias militantes”, explícitamente, impiden la existencia de partidos políticos racistas, sexistas o secesionistas, que defienden que una parte de la comunidad política (blancos, varones o con una peculiar identidad cultural) puedan adoptar decisiones para limitar los derechos de sus conciudadanos. Quizá no prohíben las ideas (libros, artículos, etc.), pero sí convertirlas en proyectos políticos. Por lo mismo, para garantizar la democracia, cualquier ideología política o concepción de mundo puede ser objeto de crítica y hasta de burla. Podemos reírnos de Lenin, Jefferson, la democracia, liberalismo o el fascismo.

Aunque en los detalles todos estos asuntos se complican, casi nadie discute lo dicho hasta aquí. Casi nadie, hasta que aparece la religión, especialmente en los últimos tiempos, después de las amenazas y los asesinatos a cuenta de las caricaturas de Mahoma. Algunos consideran que se deben prohibir ciertas prácticas que juzgan ofensivas --o “blasfemas”—para creencias que inspiran, que dotan de sentido, la vida de muchas gentes.

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Lo interesante es que se pide una protección “especial”. Una protección que no alcanzaría, por ejemplo, a devotos de Star Trek. Los Trekkies, comparten pijama, rinden culto a ciertos personajes (de ficción), hablan una misma lengua (klingon), participan de rituales periódicos y mantienen una común fuente doctrinal documental (las diversas temporadas de una serie de televisión). Vamos, las piezas básicas de una religión. Mejor dicho: de una religión anterior a la distinción mosaica, cuando cada uno andaba con su Dios, cada cual con sus tonterías, comprometidos todos con el principio “vive y deja vivir”.

La preservación de la democracia puede requerir intervenciones que garanticen la veracidad, el respeto a las personas, la posibilidad de réplica

En las religiones que nos preocupan las cosas cambian. No solo tienen texto revelado, fuente dogmática, sino pretensión de verdad y vocación de universalidad. En eso, todos, en distinto grado, se alejan de los Trekkies: no solo les parece mal su aborto sino el de cualquiera. Les parece mal, lo critican y lo combaten. En breve: tienen una vocación pública, política.

Hasta aquí los problemas son serios pero no irreparables. Todos, en diverso grado, aspiramos a que algunos de nuestros principios inspiren la vida compartida. La cosa empeora cuando, a la vez que se defienden ideas acerca de la vida compartida, no se está dispuesto a defenderlas con argumentos aceptables para todos, políticos, sino que se acude a una estrategia de fundamentación extravagante, un texto sagrado, y ya entra en su peor pendiente, si, ante la critica a ese procedimiento de “fundamentación”, uno se refugia en la privacidad, “porque mi religión es un asunto mío que tienes que respetar”. En tal caso, en nombre de la salud de la democracia, lo mínimo a reclamar es el derecho a dudar de la calidad de las “razones”. No solo no se nos puede impedir la crítica o la burla, sino que nos está exigida. Si encima nos amenazan porque “provocamos”, entonces toca ponerse más serios. También en nombre de la democracia. Para poder opinar.

Félix Ovejero es profesor de la Universidad de Barcelona.

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