Un nuevo imperio, la misma corrupción
América se pregunta qué esperar de la fiebre invasora china
Hace cien años, Washington era la potencia hegemónica y amenazaba a América Latina con su política del Gran Garrote (o Big Stick, la intervención militar) y hoy son los chinos, la segunda economía mundial en un orden multipolar, los que han hecho del subcontinente una de sus palancas de su nuevo salto adelante del siglo XXI.
Los plátanos de la United Fruit Company, el café de Chiapas y Centroamérica, el juego y la prostitución en Cuba han sido sustituidos por el desembarco de empresas y profesionales chinos, ávidos de materias primas, pero también de inversiones y de oportunidades de desarrollo en nuevos campos, como las infraestructuras y la tecnología.
Hoy, justo en el momento en que se busca a sí misma, América se pregunta qué esperar de la fiebre invasora china. ¿Cuáles son sus intereses? La energía y, cada vez menos, las materias primas. Pekín ya posee un 40% de ambas en África y un 30% en Latinoamérica.
Desde 2003, las inversiones chinas en el subcontinente no han dejado de crecer y en 2010 se batieron todos los récords: 15.000 millones de dólares anuales, que, al año siguiente se redujeron a 10.000, una cifra que se ha mantenido estos años, según los expertos de la CEPAL, aunque es difícil apuntar una cifra concreta en vista de la opacidad que rodea las transacciones chinas. Los países en los que se concentran las inversiones son, sobre todo, Venezuela, Brasil, Argentina y Perú. Colombia aún se resiste.
El Gobierno de Pekín busca oportunidades de negocios con el objetivo no de apoderarse de los bienes de consumo, sino del subsuelo y garantizarse así el abastecimiento de recursos de los que carecen. Esto supone un cambio en la configuración política latinoamericana y abre numerosas incógnitas.
Hugo Chávez, que se entregó con pasión al vodevil y la farsa del régimen, terminó entregándose a los chinos. Hipotecó el futuro de la petrolera estatal (PDVSA), el oro negro y las exportaciones para sentirse menos pobre y triste en su Venezuela, controlada por Cuba y oxigenada financieramente por Pekín.
Un Brasil nacionalista y en efervescencia social, con un extenso y rico territorio, está permitiendo indirectamente la penetración del gigante asiático en la zona y acabará siendo presa del mercado salvaje que consiguió comprar y destruir la capacidad industrial latinoamericana.
Ser competitivos -como los estadounidenses demuestran ahora- significa ofrecer mejores precios y condiciones laborales. Los chinos lo fueron cuando no tenían que pagar a sus 700 millones de trabajadores esclavos, pero las últimas transformaciones en su modelo económico, con la ralentización del crecimiento y el aumento del consumo interior entre otras, empiezan a generar problemas internos políticos y sociales y se preguntan: ¿Qué haremos mañana?
La respuesta es apostar por otros campos. Casi con toda seguridad, las nuevas líneas del Metro de Buenos Aires serán chinas. Y Pekín compite también para hacerse con el primer tren de alta velocidad del continente americano. El sueño del Gobierno de México, un canal alternativo al de Panamá en el istmo de Tehuantepec, podría pasar también por manos chinas. Nicaragua, mientras tanto, sueña con construir su propio gran canal, uniendo el océano Pacífico, con el Mar del Caribe y el Atlántico.
En este momento, China se presenta ante una población que no se conforma con tortilla y media ni se calma con mundiales u olimpiadas. Así que un futuro y eventual un tren de alta velocidad chino que conecte las Américas se convierte en un factor prioritario contra el que Estados Unidos no puede competir porque carece de esa tecnología.
Pero, ¿y la seguridad? Si usted toma el Tren Qinghai-Tíbet, que conecta Xining con la capital tibetana de Lhasa, tiene que estar a bien con dios para no sentir que le falta el aire: el tren circula a 110 kilómetros por hora, a una altura de hasta 5.000 metros. No se sabe que es más letal si la velocidad o la falta de oxígeno.
Al igual que con los productos manufacturados que China vende, y cuya calidad es objeto de muchas dudas, nadie puede obligar a sus empresas a garantizar unos mínimos estándares de seguridad, pero de momento tienen un objetivo preciso: comprar continentes en erupción como África y regiones en desarrollo como América Latina.
Y cuando uno oye que el nuevo modelo democrático es el chino, se pone a meditar qué significa ese concepto para una América Latina que está aprendiendo a ser libre, sin poder deshacerse de su herencia atávica: la corrupción. Una corrupción que en el código chino se fusiona con el honor, lo cual suscita pocas esperanzas de una futura regeneración moral que vaya unida al nacimiento de nuevas clases dirigentes latinoamericanas.
No hay en estos tiempos ningún modelo envidiable. Tal vez América Latina podría poner en marcha uno propio, que empezaría por cosas elementales como comer todos los días, y luego ir hacia metas más ambiciosas. Y mientras nos acostumbramos a vivir con nuevos símbolos, los restos del Gran Garrote y el Imperio del Centro van a tener en territorio latinoamericano el lugar ideal para entrar en la batalla que los dos realmente saben librar: la de la piratería, la falta de respeto a las leyes locales y una muy honorable corrupción.
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