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Las elecciones en Siria reabren las heridas de tres años de guerra civil

Algunas familias tienen a sus hijos luchando en ambos frentes del conflicto

Mohamed Dib Aihan se arrodilló en la alfombra para dejar que los visitantes se sentaran en las dos colchonetas donde duermen él, su esposa y dos de sus hijos desde hace un año y dos meses. En los sótanos del estadio de fútbol de Yaramana viven 285 de los más de seis millones y medio de sirios que, como los Dib Aihan, se han quedado sin casa desde que comenzó la guerra civil en 2011. Un ventilador apenas movía el aire en los ocho metros cuadrados que habitan los cuatro, iluminados por un tragaluz largo y estrecho. Al padre se le encendió la cara al recordar su antiguo trabajo, cuando vendía bocadillos a los obreros de la industrial Darayia, cinco kilómetros al este de allí: “Vendíamos falafel, sí, y tomate, cebolla, mortadela…”, enumeraba con los dedos. Acto seguido, la resignación: no sabe qué queda de su casa, en zona insurgente, no tiene nada, ni dinero ni trabajo. Pero Mohamed Dib Aihan no se vino abajo hasta que le preguntaron por sus hijos.

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Su esposa Salma contó que hace tres meses que no hablan con Izzaldín, el mayor de los cuatro, desde que se lo llevaron cuatro encapuchados al servicio del Gobierno sirio. “Nunca tuvo nada que ver con ningún grupo ni con los terroristas”, explicaba Salma entre sollozos mientras el padre seguía sin habla. El segundo hijo, Ahmed, se juega la vida como soldado en el Ejército regular del presidente Bachar el Asad.

La familia Dib Aihan perdió hace tres meses el rastro de un hijo preso

Los dos chicos pequeños asistían a la escena sin moverse. A Mahmud, menudo y moreno, se le pierde la mirada y le cuesta sonreír. Mohamed tiene 13 años y cicatrices de metralla en la pierna y en el brazo por un proyectil rebelde que reventó junto al campo de fútbol cuando el niño jugaba. 

Del estudiante de mecánica Izzaldín solo saben que ha pasado por el centro de detención 227. El Gobierno arrestó con él a otros siete jóvenes, de los que cuatro están libres. Un vigilante del campamento, que les escuchaba atentamente, aclaró que su arresto se debió a delaciones de prisioneros de guerra. A Mohamed le dijeron que su hijo Izzaldín “no sale”. No hay cargos formales ni señales de vida.

Nunca tuvo nada que ver con los terroristas Salma, la madre de la familia

En las inmediaciones del estadio, decenas de vecinos festejaban por las calles al presidente Bachar el Asad antes, después y hasta en el mismo acto de depositar sus votos para las presidenciales que se celebraron el martes. La música y los cantos tapaban el ruido de las explosiones más alejadas, no el de las granadas rebeldes que caían más cerca ni el de los cazabombarderos gubernamentales que atacaban sin pausa los reductos rebeldes. Junto a una tienda de campaña habilitada como colegio electoral, un grupo de jóvenes coreaban una canción de encomio al “doctor El Asad”. El hombre que preside el país desde la muerte de su padre y predecesor, Hafez, se presentaba a las primeras elecciones en 50 años a las que también concurrían otros candidatos. A la espera del recuento, nadie duda de que ganó estos comicios marcados por la guerra civil.

El ambiente de fiesta electoral silenció el ruido de las bombas en Damasco

En su oficina de la planta baja del estadio de Yaramana, el semblante del ingeniero Nazí Sharaf Aldín mostraba ayer el mismo cansancio abisal de muchos de los sirios que se mueven fuera de la nimia burbuja de bienestar del centro de Damasco. El director del centro de desplazados explicaba que ya han pasado por allí más de 22.500 personas sin casa desde su apertura. Más de la mitad son niños.

Los casi 300 que lo ocupan ahora obtienen alimentos, agua y asistencia médica a través de la Media Luna Roja, que carga con la mayoría de los gastos, de subvenciones del Gobierno y de “donativos de los vecinos” del pueblo, uno de los más castigados por la artillería insurgente en las proximidades de la capital. Sharaf Aldín recuerda la fecha de su apertura sin titubear: “15 de octubre de 2012”. Parecía entonces que El Asad estaba a punto de ser derrotado por los rebeldes. Hace meses que la guerra está cambiando de signo.

El que quiera ayudarnos que deje de enviar armas Un ingeniero

Yaramana, al sureste de Damasco, tenía unos 400.000 habitantes hace 12 años. La guerra de Irak trajo a una gran masa de refugiados extranjeros, reemplazados ahora por los que huyen de los frentes sirios, en su mayoría de las regiones adyacentes a la capital. Ahora viven allí más de un millón de personas. El director del centro cuenta que esta avalancha trajo cortes de electricidad, solo disponible ahora durante dos de cada seis horas. La asistencia médica viene de hospitales estatales. Los cocineros y otros ayudantes son voluntarios. Guarda la puerta un grupo de soldados con fusiles automáticos.

A mediodía del martes, las paredes y el suelo temblaron por un mortero que al enfermero Hazzeldín al Hinán solo le valió un comentario: “Normal”. Dejaba su turno en el campo de fútbol. Explicó que los que acaban en Yaramana son “los más pobres entre los pobres” apartados por la guerra. Según la ONU, Siria ya ha superado a Afganistán en el número total de desplazados internos y refugiados, que ahora ronda los 10 millones. Una de las mayores catástrofes de las últimas décadas, que ya suma más de 160.000 muertos.

Preguntado por los donativos que requeriría el centro que dirige, el ingeniero Sharaf Aldín montó un momento en cólera: “Siria estaba muy bien, no necesitábamos nada, el que quiera ayudarnos que deje de enviar armas”. ¿Pero qué falta ahora, comida, medicinas…? “Kulu”, respondió bajando la voz. Todo.

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