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En busca de la identidad perdida

La globalización y sus repercusiones económicas y culturales animan a los votantes británicos a llamar a las puertas del nacionalismo eurófobo

Manifestación contra la UE ante el Parlamento de Londres en 2011.
Manifestación contra la UE ante el Parlamento de Londres en 2011. toby melville (REUTERS)

Margate es una ciudad costera de casi 50.000 habitantes. Los cafés, pubs a la vieja usanza, galerías de arte y tiendas de objetos de época todavía recuerdan el viejo esplendor de lo que hace años era una boyante población veraniega a la que la globalización, mucho más que la pérfida Europa, parece haber condenado al declive.

“Aquí antes venían dos millones de visitantes al año. Ahora, con los vuelos baratos, se van a otros sitios”, explica Maggie Vandamme, de 58 años. Maggie ha vivido varios años en Francia, hasta que la repentina muerte del marido francés del que aún conserva el apellido le hizo volver a Margate, donde hace unos meses abrió junto a su hermano, Keith A. Grossmith, una galería de arte, The Grossmith Gallery. “No estaba registrada para votar. Pero si hubiera podido, habría votado por el UKIP”, asegura. “Comprendo por qué les han votado. La gente está preocupada con la inmigración. Y lo de aquí es más que una recesión”, dice.

El hermano tercia enseguida: “No ha sido por la inmigración. La gente está harta de los políticos. Ha sido un voto de protesta”, asegura. “Es un problema de identidad. Europa lo está uniformizando todo, nos está haciendo perder la identidad. Vamos camino de convertirnos en los Estados Unidos de Europa, y no me gusta. Me encanta viajar para disfrutar de países con una identidad diferente. Y la UE está acabando con eso. Por eso creo que debemos abandonarla”, explica. Por eso él, que no quiere revelar su voto, también comprende el éxito del partido de Nigel Farage.

Hablando con los dos hermanos, nadie les asociaría con la imagen de intransigentes racistas que muchos tienen del votante del UKIP. “El sitio que más me gusta del mundo es el sur de Francia”, recalca él, y subraya que su apellido es alemán. “Y España, sobre todo el sur de España”, añade ella. La pérdida de la identidad flota a menudo en el ambiente a la hora de explicar el auge del UKIP. Muchos de sus votantes sienten que la cesión de soberanía a la UE y la masiva llegada de inmigrantes tras el ingreso de los países del Este son las herramientas con las que ese enemigo intangible llamado Europa ha ido socavando su identidad.

¿Es eso cierto? ¿Está realmente Gran Bretaña embarcada en un viaje incontrolable hacia la uniformidad? Y, sobre todo, ¿tiene Europa la culpa de eso? No está tan claro. Un estudio encargado en diciembre pasado por el donante conservador lord Ashcroft acerca del auge del UKIP da a entender que las razones van más allá: “Desde luego, aquellos que se ven atraídos por el UKIP están más preocupados que la media por la inmigración y de vez en cuando se quejan de la contribución británica a la UE o el gasto en ayuda externa”, escribía Ashcroft. “Pero eso forma parte a menudo de una insatisfacción más grande sobre su percepción de cómo van las cosas en Gran Bretaña: en las escuelas, dicen, ya no se puede hacer teatro navideño o montar festivales; ya no puedes ondear la bandera de San Jorge; a la Navidad ya no se le puede llamar Navidad [Christmas en inglés]; en la policía solo asciendes si eres de una minoría étnica; no puedes llevar una camiseta de Inglaterra en el autobús; no te dan vivienda social si no eres inmigrante; no puedes hablar de esas cosas porque te llaman racista; no puedes darle un bofetón a tu hijo”.

Una ensalada de quejas en la que todo se mezcla y que no tiene demasiado que ver con la UE. El éxito del UKIP, sin embargo, ha sido echar a Europa y a los inmigrantes la culpa de muchas de esas frustraciones, a las que se pueden añadir otras a menudo citadas por Nigel Farage, desde la prohibición de la caza del zorro a los controles de alcoholemia en las carreteras rurales o la prohibición de fumar en los pubs. Detrás de esas quejas palpita la pérdida de identidad a la que aludía Keith Grossmith, pero muchos de esos cambios son más consecuencia de la evolución del mundo y sus usos y costumbres que de las normativas de Bruselas.

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