Conciencias tranquilas
Tengo la conciencia tranquila. Así se oye una y otra vez de boca de sospechosos, imputados, enjuiciados y puede incluso que de condenados. Estamos en una época de tranquilidad de las conciencias. En la superficie todo se agita, pero las conciencias están conformes y serenas, satisfechas del comportamiento de sus propietarios.
Los tribunales dirán lo que quieran. No hablemos ya de la prensa. Ni siquiera dejaremos margen para las evidencias, esa prueba que se exhibe bajo la luz del sol y a la vista de todos. Lo único importante es la tranquilidad de conciencia. La democracia ha llegado hasta aquí: la única ley moral que sigo es la que yo invento e improviso para mi conciencia. El totalitarismo está ya a mano de todos y cada uno de esos sujetos individualistas que solo atienden a una conciencia cómoda y adaptable, la suya, única soberana y señora.
Quien busque explicaciones para la corrupción puede encontrarlas en la extendida e impudorosa apelación a la conciencia por parte de quienes se ven implicados. El juez último y mayor que es la propia conciencia no me condena, nos dicen; por tanto, de nada valen las condenas que puedan pronunciar otros jueces y menos todavía los jueces sin títulos que son los periodistas que pregunta e inquieren.
De ahí que cada vez que alguien nos diga que tiene la conciencia tranquila debemos entenderlo como reconocimiento de una culpa que confiesa que no se dejará atrapar; que evitará incluso acogerse a la última salvación moral del culpable mediante algún arrepentimiento y reparación. Las numerosas conciencias tranquilas de nuestro tiempo son las carpas felices que chapotean en la charca podrida de la corrupción como sistema.
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