La meditación del rey destronado
No era el rey Arturo. Tampoco era el caudillo que unos soñaban y otros denunciaban. Es dudoso que a estas alturas pueda mantenerse como líder incontestado de Convergència i Unió: los cuchillos se afilan en el partido de Pujol donde fabricaron su liderazgo y más todavía en Unió Democràtica, el socio de coalición dirigido por Duran i Lleida, al que los designios dinásticos de la familia prohibieron el acceso al trono. Le costará incluso seguir como presidente en ejercicio, es decir, gobernar, con una mayoría tan insuficiente en un Parlamento tan fragmentado y excitado por su acción divisiva y sus recortes sociales: ha roto todos los puentes con el PP, ha peleado por el electorado independentista de Esquerra Republicana y ha intentado quebrar el espinazo al socialismo catalán.
Es una muy buena respuesta. Artur Mas debe hacer una reflexión seria sobre las sucesivas decisiones que le han llevado a esto, lo más parecido a dispararse en el pie cuando nos había anunciado la caza del león. “Cataluña está en vísperas de su plenitud nacional”, dijo después de la Diada. Estábamos y estamos en el abismo financiero más profundo. La Generalitat, sin liquidez. La población, en un pozo de desempleo, recortes y pérdidas de derechos como no se habían visto desde la posguerra. El bochorno es colosal. Los panegíricos y ditirambos en honor del rey Arturo se han trocado en espinas lacerantes. La antología es extraordinaria. No solo por las frases del propio Mas y de su guardia pretoriana, sino de los periodistas, directores de medios y empresas de comunicación enteras. Llenarían colecciones de libros.
El destrozo va mucho más allá de lo que nadie hubiera esperado y previsto. No es Mas el único que deberá reflexionar. También deberían participar de esta meditación nacional todos los que han coadyuvado a la construcción del escenario ficticio que ahora se ha derrumbado y que tanto daño ha producido ya al proyecto soberanista. Algo tendrán que decir los responsables de unas encuestas que ni siquiera se acercaron a las cifras finales del hundimiento.
Por mucho que se empeñen algunos, insistiendo todavía en la mayoría soberanista del Parlamento, no hay por dónde coger los resultados. CiU se ha quedado a 18 diputados de la mayoría absoluta que se había fijado como objetivo y que justificaba la precipitada disolución parlamentaria en la atmósfera soberanista de la Diada. No tiene mayoría de Gobierno si alguna de las tres fuerzas que le siguen no le echan un cable. La mayoría soberanista apenas se ha movido en un diputado por arriba, lejos de la barra de los dos tercios del Parlament que se establecía como símbolo de la hegemonía: tampoco por ahí se justifica la maniobra. Nadie en las filas de CiU, Artur Mas el que menos, tiene la capacidad ni la grandeza para promover geometrías políticas distintas. Recordemos que Jordi Pujol arrancó su larga presidencia en 1980 solo con 43 diputados.
Rahola, que escribió su libro a rebufo de Yasmina Reza y su El alba la tarde o la noche sobre Nicolas Sarkozy, utiliza el pronombre Él en cursiva para no repetir su nombre, con el efecto de subrayar todavía más hasta qué punto este hombre gris necesita el culto a su liderazgo. Con la Diada, y una estudiada ausencia en la manifestación que le hizo todavía más presente, el mito del líder alcanzó cotas solo superadas por la última ocurrencia de su equipo de campaña. Identificado como Moisés y convertido en la voz del pueblo, el rostro de Artur Mas colgado de las farolas de Cataluña estaba listo ya para el sacrificio.
Además, tras el batacazo suenan distintas las descalificaciones contra los tibios y los dialogantes de uno y otro lado. No suena mal ahora el pacto fiscal primero exigido perentoriamente y luego despreciado por demasiado poco y demasiado tarde. Tampoco parece tan descabellado el federalismo, menos inextricable que el famoso Estado propio, que los maltrechos socialistas catalanes han situado en el centro del escenario.
En otro sistema de partidos la cabeza de Mas habría caído ya. En este, por el contrario, recibe un doble castigo, el de su derrota personal y el de gestionar el Gobierno en las peores condiciones. La generosidad que exige tal situación es escasa en la vida política de hoy y quien menos la encarna es el presidente, propenso a lamerse las heridas y a contemplarse dolidamente en el espejo. A pesar de todo, habrá que exigírsela.
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