Un ejército orante
Regates cortos en la partida más larga y estratégica. Un tipo de jugada exasperante cuando las circunstancias reclaman pasos resolutivos y firmes. Así es la política interior israelí en el momento volcánico de las revueltas árabes. Hay una guerra civil que crece en el flanco oriental y un confuso cambio de régimen en el occidental, con directas repercusiones en la seguridad de Israel. El régimen tambaleante de Bachar el Asad retira sus tropas del Golán para sofocar la rebelión interna que crece sin freno. Los cambios en Egipto dan oxígeno a Hamás en Gaza, quiebran la estabilidad en el Sinaí y colocan bajo interrogantes los acuerdos de paz de Camp David.
El gobierno de más amplia base de la historia de Israel ha sido también uno de los de más breve vida. Apenas diez semanas ha durado una alianza que ha encallado en el primer punto, es decir, la incorporación al servicio militar de los judíos ultraortodoxos y de los árabes con nacionalidad israelí hasta ahora exentos. Tras aquel primer regate, otro movimiento tacticista este martes, por el que se rompe el gobierno recién formado, viene a demostrar la fragilidad y oportunismo de la alianza entre el Likud y Kadima, aunque no impugna la centralidad del programa acordado por Netanyahu y Mofaz, un exmilitar al que se le suponía mayor flexibilidad para negociar con los palestinos y lidiar con el peligro nuclear iraní.
La evolución de la comunidad de los judíos llamados haredim o temerosos de Dios significa para el sionismo laico un peligro tan acuciante como la evolución demográfica árabe. Son el 11% de los habitantes de Israel, pero tienen una tasa de natalidad de 6,5 hijos por mujer y unos niveles de pobreza del 59% como solo se registran en países subdesarrollados. En la próxima década, si los árabes constituirán la mitad de la población entre el Mediterráneo y el Jordán, los haredim representarán más de un 17% del total. Todo esto agravado por la marginalidad económica de su población masculina ultraortodoxa, dedicada mayoritariamente al estudio de los textos sagrados judíos y subvencionada por el Estado gracias a la influencia de los partidos religiosos en todos los gobiernos, sean de derechas o de izquierdas.
Todos estos datos, además de abundantes testimonios, aparecen en el libro Las tribus de Israel (RBA), de Ana Carbajosa, la corresponsal de este periódico en Israel. Yerach Tucker, portavoz parlamentario del partido religioso Torá y Judaísmo, le ha contado hace dos días los méritos de los ultraortodoxos para aspirar a una vida exenta de las obligaciones que tienen los otros ciudadanos de Israel: “La nación judía ha sobrevivido al Holocausto, a todo, porque rezábamos. La nación judía no puede sobrevivir sin gente que rece noche y día. Somos un ejército de gente que reza”.
La evolución demográfica señala unas prioridades, pero la política israelí vive de su fragmentación actual y de los cortoplacistas intereses de sus poderosas clientelas electorales. El país ha cambiado pero no hay forma de trasladar el cambio a las estructuras. En el momento fundacional en que el gobierno de Ben Gurión eximió del servicio militar a los haredim, el ejército orante de Israel estaba formado por 500 estudiantes. Ahora son 60.000, y siguen creciendo en una especie de mimetismo simétrico respecto a la islamización de los palestinos.
Los fundamentalismos avanzan en ambos lados y el espacio para la ciudadanía laica se encoge, en Israel como en el vecindario árabe. De ahí que la doble curva demográfica, la de los ultraortodoxos y la de los árabes, componga una amenaza para el sionismo y por tanto para el futuro democrático de Israel. Sin ciudadanía y sin igualdad puede haber Estado judío, pero lo que no puede haber es Estado democrático.
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