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Una célula anti-euro en Karlsruhe

En la jurisprudencia del Tribunal Constitucional se puede detectar cierta reserva frente a la voluntad de integración

Un frío día de enero de 1998 cuatro caballeros se aproximan a pie al Tribunal Constitucional Federal para salvar el marco alemán. Tres economistas que han pasado la etapa decisiva de sus vidas en la antigua República Federal, en las últimas estribaciones del milagro económico y antes del impulso al endeudamiento del Estado que supuso la reunificación: Wilhelm Hankel y Wilhelm Nölling, expertos en finanzas con experiencia política, ambos presidentes de bancos regionales; y junto a ellos Joachim Starbatty, profesor de economía nacional en Tubinga. Llevan en la cartera un escrito de demanda de 352 páginas en contra de la adopción de una moneda única europea redactado por Karl Albrecht Schachtschneider, catedrático de derecho público en Erlangen, cuarto hombre de este equipo de “eurorebeldes”, que es el nombre que recibirán más tarde estos señores ahora algo canosos.

El destino que corrió su recurso de amparo es bien conocido: fue rechazado apenas tres meses después. El Tribunal Constitucional Federal de Karlsruhe no quería cruzarse en el camino de la moneda única europea. No obstante, esto supuso el surgimiento del núcleo de una célula anti-euro destinada a criticar cada vez más duramente el rumbo europeo adoptado por el Gobierno federal. Su instrumento más efectivo: la demanda en Karlsruhe.

Contra el Tratado de Maastricht

Schachtschneider ya tenía experiencia en estas lides. En 1993 había luchado contra el Tratado de Maastricht ante el máximo tribunal alemán. Aunque su queja no logró el resultado previsto, el fallo dictado en Karlsruhe iba a dar muchos quebraderos de cabeza al Gobierno federal: ¿llegará un momento en el que el Tribunal Constitucional Federal dé el alto al tren que va rumbo a la integración europea? Porque los jueces exigían el anclaje democrático del proceso de unificación en el Parlamento nacional y, además, se reservaban para sí un último control judicial frente a Europa. Al mismo tiempo otorgaban a los ciudadanos –mediante una interpretación extensiva del derecho a voto– un derecho de objeción extremadamente generoso en asuntos referentes a la UE.

Y esto es algo que los eurorebeldes solo podían interpretar como una invitación. Cuando la UE quiso subir el siguiente peldaño de la integración con el Tratado de Lisboa, los euro-demandantes volvieron a hacer acto de presencia en Karlsruhe en enero de 2009. Esta vez con una alineación diferente: Starbatty seguía en el equipo, pero a su lado estaba ahora Dieter Spethmann, también representante de la antigua República Federal, director del consorcio acerero Thyssen. A ellos se sumaba Franz Schenk, conde de Stauffenberg, hijo del luchador de la resistencia fusilado por los nazis en 1944. Puede que ese sea el motivo por el que su representante jurídico, el avispado Markus C. Kerber, concibió la abstrusa idea de basar adicionalmente la demanda en el derecho a la resistencia.

En cualquier caso los euro-demandantes ya habían tenido su momento de apogeo. Dos años después acudieron una vez más a Karlsruhe con motivo del proceso contra los mecanismos de rescate de la zona euro con Hankel, Nölling y Schachtschneider de nuevo a bordo. Pero los brillantes argumentos de derecho constitucional que hicieron cavilar al tribunal procedían de la demanda de un intelectual conservador con un considerable talento populista que había hecho suyo el euroescepticismo: Peter Gauweiler, que hacía ya tiempo se había convertido en un personaje aislado dentro de las filas de su CSU bávara y había congeniado con el especialista en derecho público de Friburgo Dietrich Murswiek. Fue sobre todo el escrito de demanda de este lo que convirtió la sentencia de Lisboa de 2009 en una media victoria para los euroescépticos: se revaluó una vez más el derecho de participación del Parlamento nacional pero, sobre todo, el tribunal estableció un límite a la integración europea que sólo se podía sobrepasar contando con la “voluntad declarada del pueblo alemán”.

Y en 2011, en la sentencia sobre los mecanismos de rescate de la zona euro, el tribunal afirmó que el derecho presupuestario debía seguir estando anclado democráticamente y por eso el Bundestag debía tener siempre la última palabra cuando se trata de la asunción de responsabilidades inmensas. En esta ocasión fue también Murswiek quien suscitó la máxima atención del tribunal durante la vista.

Por tanto, en la jurisprudencia sentada en Karlsruhe se puede detectar cierta reserva frente a la enérgica voluntad de integración imperante en Bruselas. En última instancia, estas sentencias se alimentan de una mezcla peculiar: en el caso de los demandantes se combinan el pesimismo económico y una conciencia nacional desconcertada con un toque de las bienaventuranzas del marco alemán. En el propio tribunal domina la preocupación ante la perspectiva de que la democracia pueda diluirse en Europa hasta hacerse invisible. Esta preocupación es sincera, ahora bien, va unida a otro temor: que el tribunal de Karlsruhe tenga cada vez menos que decir a medida que avance el proceso de integración.

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