Despertar salafí
Esta ala extrema y opuesta a la democracia del islamismo es muy fuerte en Egipto
Menospreciados por su respaldo electoral minoritario en Túnez, los salafíes han saltado a primer plano de la actualidad con la primera fase de las elecciones egipcias, como lo hicieran después del 11-S. Su identificación como ala extrema del espectro islamista es relativamente sencilla, y no solo por las barbas de chivo de sus candidatos con chilaba blanca o por el niqab de sus mujeres, marcando por este procedimiento las distancias con los Hermanos Musulmanes, del mismo modo que aquí lo hace la izquierda abertzale respecto del PNV.
La definición salafí descansa sobre un trípode que configuran determinados textos sagrados. Ante todo, el mandato coránico de “constituid una comunidad que llame al bien, ordenando lo que está bien y prohibiendo lo que está mal”. No basta, pues, con la creencia: hay que imponer con carácter general un orden donde ese principio impere sin restricciones sobre la vida de los hombres, lo que se resume en el concepto de hisba. Por ello, de nuevo a la luz del Corán, esa comunidad es superior a cualquier otro colectivo humano y debe combatir toda situación de poder de los no creyentes y evitar cualquier forma de amistad con ellos. En fin, una sentencia o hadith del Profeta permite situar en la historia el tiempo feliz en que tales exigencias se realizaron plenamente; primero en vida de Mahoma, prolongándose en las dos generaciones siguientes. Fue la edad de oro en que reinó un orden islámico perfecto, obra de los “piadosos antepasados” (al-salaf al-salih). De ahí el término “salafismo”, a cuyas esencias y formas es preciso regresar.
Estamos ante una arqueoutopía, que coincide con otras variantes del islamismo en la voluntad de instaurar la sharía; solo que sin otra adecuación a la modernidad que en la utilización de los recursos técnicos, en comunicación y ejercicio del poder, necesarios para restaurar esa edad de oro perdida. Frente al pragmatismo islamista de los actuales Ijwân [miembros los Hermanos Musulmanes], los salafíes no hacen concesiones, según quedó claro en las declaraciones preelectorales de su portavoz, El Shahat, condenatorias del escritor Naguib Mafouz, cuyos libros incitarían “a la promiscuidad, a la prostitución y al ateísmo”, de la tolerancia del alcohol y del “desnudo” en las playas, y de la presencia de ambos sexos en las mismas, e incluso de la exhibición de los monumentos faraónicos, los cuales tendrían que ser cubiertos o destruidos. Sin olvidar la exclusión de todo no-creyente, léase coptos, de puestos de responsabilidad. La presión totalista contra las mujeres sin velo no ha tenido que esperar a las elecciones.
Estamos ante una arqueoutopía, que coincide con otras variantes del islamismo en querer instaurar la 'sharía'
No en vano los trabajadores de la industria del turismo, ya hundido desde febrero, organizan manifestaciones contra el riesgo de que los Hermanos Musulmanes, ante la reivindicación de ortodoxia salafí, cedan a sus exigencias de prohibición. Y el voto al Bloque Egipcio, liberal, alcanza máximos en Luxor, la capital turística. A fin de cuentas, el mundo cerrado que proponen los salafíes enlaza muy bien con los rasgos del proyecto islamista que inicialmente dibujara Hassan al Banna, el fundador de los Hermanos, bajo el eslogan de que “el Corán es nuestra Constitución”, en un escrito titulado al-Nur, la luz, justamente el nombre adoptado por el partido salafí.
El salafismo se opone a la democracia, por considerarla un atentado contra el poder soberano de Alá y una vía abierta para que persista el incumplimiento de la sharía o ley coránica, de modo que una parte de la sociedad egipcia siga entregada a la depravación moral propia de Occidente. Sin embargo, apenas constituidos su partido al-Nur, y en torno suyo la Alianza Islamista, comprendida la Gama’al al Islamiyya que en su día asesinara al presidente Sadat, sus resultados electorales no han podido ser mejores. La primacía de la veterana formación islamista, los Hermanos Musulmanes, muy moderados desde febrero, constituía el pronóstico general. Pero casi nadie suponía que un cuarto de los votantes en la primera fase iba a optar por los salafíes, dejándoles a solo 12 puntos de los Ijwân, y doblando casi a la siguiente agrupación electoral, el Bloque Egipcio, donde confluían capitalistas, laicos y cristianos coptos. Resultaba así conmovida la tranquila hegemonía que parecía esperar a los islamistas moderados, llevándoles a establecer por sí mismos límites a su poder futuro, hasta el punto de renunciar a la designación de un candidato para la presidencia de la República y a presentarse como heraldos del pluralismo en el marco de su Alianza Democrática. Ahora todo será diferente.
Había razones, no obstante, para esperar la sorpresa. Los salafíes estuvieron al margen de la insurrección de febrero, pero llevaban años cubriendo la labor, al mismo tiempo asistencial y de radicalización religiosa, allí donde no llegaba la acción de los Hermanos. Sus 4.000 mezquitas, casi siempre pequeñas, correspondían a barrios pobres, sobre todo en Alejandría, que nada tenían que esperar de un cambio político en el vértice. La frustración y el odio al otro, el occidental, el cristiano, encontraban así un cauce de expresión, amplificado por televisiones privadas e Internet. Los dólares llegados de Arabia Saudí y de los emiratos, satisfechos de ver implantarse en el vecino un islam rigorista, coincidente con el wahabismo, hicieron el resto.
Antonio Elorza es catedrático de Ciencia Política.
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