Motores y frenos del cambio
El verano árabe ya está dando sus frutos. Túnez y Egipto se hallan con sus procesos electorales en marcha. En cualquier momento pueden caer los déspotas de Libia y Siria. El dictador yemení es muy difícil que regrese a su país, aunque la transición allí ni siquiera ha apuntado. Pero quien ya se ha movido y de forma ostensible es el rey de Marruecos, Mohamed VI, que va muy por detrás de Túnez y de Egipto pero muy por delante de todos los otros regímenes árabes y, específicamente, de las otras autocracias hereditarias.
La propuesta de Mohamed VI ha sido en principio recibida de forma muy positiva por toda la clase política y por el entorno europeo y occidental en general. Es un alivio que alguien empiece a moverse en la buena dirección, cuando hay tantos autócratas que se mueven en dirección contraria o se hallan sencillamente paralizados por el pavor que les producen las más pequeñas reformas.
Hasta aquí los aspectos positivos. Veamos ahora los límites y las deficiencias de las propuestas de Mohamed VI. En primer lugar en el método, en segundo lugar en su contenido jurídico, y en tercero y último lugar en la realidad práctica del poder.
El método seguido, a cargo de especialistas designados por la corona, es el de una carta otorgada y no de una constitución democrática. No ha habido debate público ni participación de la sociedad marroquí y de sus partidos e instituciones en la elaboración de la propuesta. Todo ha sido fabricado bajo el más estricto control del Majzen.
En segundo lugar, el rey va a ceder numerosos poderes desde su posición de monarca absoluto, pero queda todavía muy lejos de los poderes simbólicos y meramente representativos que corresponde a un monarca constitucional. Hay algunos retoques semánticos interesantes en el tratamiento de la figura del monarca, como es la pérdida de su carácter sagrado o casi divino como Príncipe de los Creyentes, sustituido por la inviolabilidad. Pero mantiene poderes excesivos, en el terreno militar, judicial y religioso y márgenes muy amplios para retener sus actuales funciones ejecutivas efectivas en relación al Gobierno.
Las dos anteriores observaciones tendrían menos importancia si se produjeran en un contexto de voluntad de renuncia del poder económico, social y político que tiene y ejerce el rey en una sociedad de tan escasa tradición democrática como Marruecos. No es el caso: todo lo que hace en la buena dirección es forzado por las circunstancias y con la expectativa de recuperar el terreno perdido en cuanto le sea posible. Aunque la constitución prevé escuetamente que el rey tenga su lista civil, lo que presupone la aprobación parlamentaria del presupuesto para el funcionamiento de su casa, la realidad es que no hay garantía alguna de que desaparezca el poder omnímodo del monarca, que a semejanza de casi todos los otros estados autocráticos árabes, patrimonializa la economía de su país y es de paso obligado para la realización grandes inversiones y negocios.
Juan Carlos I fue calificado durante la transición española como el motor del cambio, debido a que propulsó desde la jefatura del Estado heredada de Franco el advenimiento de un sistema democrático homologable con el entorno europeo, en abierta hostilidad con lo más genuino del sistema político franquista entonces vigente. Si el Rey no hubiera tomado la iniciativa, como hizo al nombrar a Adolfo Suárez como presidente del Gobierno, el proceso se hubiera estancado en manos de personajes como Arias Navarro.
En el caso marroquí, en mitad de una oleada de cambios revolucionarios, contrasta que el motor del cambio que es el rey actúa de forma distinta, como los motores en los camiones de gran tonelaje en los descensos: es un motor de freno; no cambia sino que impide que el cambio sea completo.
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