Obama en su cruce de caminos
Al igual que sucede al llegar a un cruce de caminos, el presidente Obama tenía tres opciones sobre la mesa, según nos han contado las innumerables fuentes de la Casa Blanca que estos días han estado informando más mal que bien sobre la caza del megaterrorista Osama Bin Laden. Una primera opción consistía en comunicar al Gobierno paquistaní que Osama se hallaba probablemente en Abbottabad, para efectuar a continuación una operación conjunta para su detención en su residencia. La segunda consistía en efectuar un bombardeo que dejaría un enorme cráter donde antes estaba la residencia del emir terrorista y de sus familiares y acompañantes. La tercera era realizar un desembarco aerotransportado de tropas especiales para detener o liquidar a Bin Laden en su propia casa.
La historia de las tres opciones es uno de los capítulos más claros de una historia llena de contradicciones y confusiones. Y lo es, precisamente, porque en la trifurcación que tenía Obama ante sí se reflejan perfectamente las tres posiciones políticas que pueden adoptarse ante el terrorismo global que ha golpeado el mundo en el último decenio.
Hay una opción legalista e incondicionalmente multilateral, que pasa por comunicar con el gobierno paquistaní y conduce, finalmente, a entregar al terrorista a un tribunal civil. En su extremo opuesto, hay otra opción, que consiste en atacar al enemigo designado sin arriesgar ni siquiera la vida un solo soldado estadounidense, con desprecio de las víctimas inocentes que se puedan causar y sin la posibilidad de probar que el objetivo ha sido alcanzado. La tercera, intermedia, en la que se vulnera como en la anterior la soberanía de Pakistán y se desatiende a la legalidad internacional, se dirige exclusivamente al terrorista que hay que eliminar, minimizando las eventuales víctimas colaterales, aunque poniendo en riesgo la vida de numerosos soldados propios y aceptando un riesgo político mucho mayor a cambio también de una mayor capacidad de convicción sobre la consecución del objetivo.
De muy pocas cosas de las que se nos ha contado podemos estar seguros: una de ellas es que Bin Laden ya no pertenece al reino de los vivos. Tampoco podemos estar muy seguros de que las tres opciones fueran exactamente así, sino que parecen más bien la forma narrativa que adoptan tres posiciones políticas. La primera opción es la que hubieran adoptado, al menos de boquilla, muchos gobiernos europeos, aun a costa de que luego el pájaro hubiera volado. La segunda es la de los neocons: bombardean sin riesgo y luego cantan victoria. La tercera es la de un presidente duro con el terrorismo, pero centrista y dialogante, que busca posiciones de síntesis después de largas deliberaciones y está dispuesto a arriesgar al ejército bajo sus órdenes y a su figura histórica en la defensa de sus convicciones.
Las tres opciones son así un cuento para que todos lo entendamos, europeos incluidos. Pero la elección efectiva era en realidad entre las dos opciones unilaterales, la republicana y la demócrata, le neocon y la progresista, la del secretario de Defensa Robert Gates y la del propio presidente. Nadie puede imaginar en Estados Unidos que el inquilino de la Casa Blanca pueda pedir permiso al gobierno paquistaní el día en que identifica el lugar donde se esconde su enemigo número uno, responsable de la muerte de 3000 de sus ciudadanos.
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