Congénitamente incompatibles con la democracia
A ojos del mundo, hasta bien entrados los años 80, lo éramos los españoles. Muchos en España también lo creían, franquistas sobre todo. Cuando murió el viejo general, pocos pensaban que la historia que entonces empezaba acabara bien. El espectro de la guerra civil se paseó de nuevo en la imaginación de unos y otros. Aunque fue utilizado por los agoreros, también funcionó como uno de los motores más eficaces para la reconciliación entre los españoles. Nadie quería dejarse llevar por la maldición de repetir nuestra historia trágica. El éxito de la transición española, la recuperación de las autonomías para las nacionalidades históricas primero y para todas las regiones que se apuntaran después, el ingreso en las instituciones europeas y la entrada en un período de prosperidad como no se había conocido nunca antes fueron los corolarios que desmintieron el tópico: los españoles no éramos congénitamente incompatibles con la democracia.
No son los árabes los únicos que suscitan tal tipo de pésimos pensamientos. Lo mismo sucede con China y sus profundísimas ideas enraizadas en el confucianismo. Son perfectas para que los mandarines mantengan su poder y para que quienes hacen tratos mercantiles con los mandarines puedan lavarse las manos sobre la falta de libertades de los ciudadanos chinos. Nos convencemos así de que a fin de cuentas son congénitamente incompatibles con la democracia. Que están condenados a la tiranía o al caos.
Estas son ideologías supremacistas, propias de gentes que se consideran ellas mismas superiores y consideran también superior su cultura. Pueden disfrazar estos pensamientos de antirelativismo y de liberalismo. A veces incluso utilizan argumentos anticoloniales para descalificar la supuesta ingerencia que supone interesarse por los derechos humanos en las dictaduras amigas. Pero pertenecen a un repertorio neocolonial que los hechos han ido desmintiendo desde hace ya muchos años. Avergüenza que además sirvan como anillo al dedo a los dictadores para mantenerse en el poder. Son gentes que, como Franco, creen que a los pueblos, como a los niños, no se les puede dejar solos. No es extraño que contemplen estupefactos la oleada revolucionaria que ha llegado al mundo árabe y que algún día también llegará a China.
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