El joven que lava la ropa
A François Luckner se le aparecieron los santos mientras estaba en la escuela el 12 de enero, el día del gran terremoto . Tiene 18 años y una mirada triste, sin brillo, de quien se le han terminado de golpe las lágrimas que una persona tiene para toda la vida. El profesor llamó a clase pero él holgazaneó un poco más en el patio de recreo hasta que a las 16 horas, 53 minutos y 16 segundos la tierra tembló en Puerto Príncipe. "El edificio se movió de un lado a otro durante un tiempo y de repente se desplomó. La mayoría de mis compañeros de clase y amigos quedaron atrapados debajo. Ahora están muertos". François habla despacio, como lo hacía ayer el bombero Joseph Jordany . Parece que cuando la muerte se multiplica tanto en un lugar pequeño como Haití los supervivientes conversan casi en susurros, como si les diera vergüenza de estar vivos.
"Cuando todo terminó salí corriendo. Fui a casa, pero estaba destruida. No hallé a mis padres ni a ninguno de mis seis hermanos. Me asusté mucho. Decidí ir al cuartel de la policía, el que está cerca del palacio. Allí encontré al día siguiente a mi familia que también me buscaba".
François desgrana sus recuerdos con la cabeza gacha y la mirada fija en unos dedos que amasan rítmicamente una ropa enjabonada. Es domingo y mientras la ciudad entera reza en miles de templos improvisados, pues los de hormigón y piedra se vinieron abajo, él aprovecha para hacer la colada. No es sólo un ejercicio de relajación, es, sobre todo, un gesto de normalidad, un grito de protesta en medio de tanta excepcionalidad.
"Vivo desde hace un mes en Camp de Mars en una cabaña construida con plásticos. Mis padres no saben aún qué hacer. Si irnos a Jacmel para empezar allí una nueva vida o quedarnos en Puerto Príncipe. No hago nada durante todo el día. Ya no hay colegio [el Gobierno ha prometido reabrir las escuelas el 15 de marzo pero nadie le cree]. Me despierto a las seis se la mañana y paso la mañana y la tarde en Camp de Mars. Allí huele muy mal porque hay mucha basura tirada en la calle. Nadie sabe lo que va a pasar. A nosotros no nos ha llegado ayuda. No hemos recibido comida ni tiendas de campaña".
Detrás del joven que hace la colada de todas sus pertenencias: tres camisas y un par de calzoncillos, se yerguen los restos de la catedral católica. Se hundió la cúpula y el techo destrozando sus célebres pinturas naïf. El panorama en el centro de Puerto Príncipe es desolador. Un manto de polvo blanco parece flotar en la calle, incluso un domingo cuando las labores de desescombro se toman un descanso. Ayer fue el último día de los tres de luto oficial. Además de polvo blanco en el ambiente hay una tristeza que pesa, que se aferra a los hombros y encorva a la gente. Los oficios han servido para llorar juntos las penas de todos y para que los haitianos vuelvan a entonar himnos religiosos con ritmos paganos. En este país con injusta fama de violento, las personas cantan para sobrevivir, para cargar de energía la paciencia y seguir esperando el milagro que nunca llega.
El joven que lava la ropa no tararea ni mueve los labios. Ni siquiera levanta la vista cuando cerca de él pasa una procesión de mujeres que piden perdón a Dios por sus pecados, que hasta en eso son generosos con una divinidad poco compasiva. François no sonríe. Se quedó sin amigos y sin motivos. "Me gustaría ser mecánico y vivir lejos de Puerto Príncipe. Aquí ya no tengo un futuro".
Ayer debió comenzar el Carnaval. La gran fiesta de Haití en la que decenas de grupos de música compiten por lograr el premio de la mejor canción. Puerto Príncipe tendrá que esperar un año, pues no son fechas para celebrar cuando cientos de cadáveres siguen bajo los escombros, la tierra no deja de temblar y todos saben que los geólogos predicen otro gran terremoto en los próximos días o años. Pero antes de que llegue el nuevo mazazo hay un problema más urgente que nadie puede aplazar: sobrevivir al presente.
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