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El estilo del presidente

Reforma sanitaria, clima, desarme: Obama encadena éxitos gracias a su obstinación, pragmatismo y voluntad de no imponer su criterio a toda costa

Antonio Caño

Ya hay hechos. El presidente de los grandes discursos ha comenzado a obtener resultados. Algunos de ellos indiscutibles, monumentales, otros interpretables, condicionados por la actitud de quien los juzga. Pero todos los logros alcanzados hasta la fecha por Barack Obama tienen el común denominador de la obstinación, el posibilismo y la voluntad de no imponer su criterio sobre el de la otra mitad del país.

La aprobación de la reforma sanitaria en el Senado es el último -y, con gran diferencia, el mayor- de esos logros recientes. Aunque todos los republicanos votaron contra la ley por razones políticas internas que pueden volverse contra ellos, la reforma es el producto de una dura negociación entre demócratas conservadores y progresistas. El resultado es un texto menos ambicioso que el objetivo inicial de la Casa Blanca, pero probablemente mucho más cercano a lo que el país desea y es capaz de digerir hoy.

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Es una obra con el sello de Obama. El presidente ha puesto la energía necesaria para sortear barreras que, por momentos, parecían insalvables. Pero también ha tenido la habilidad para ceder el protagonismo a los congresistas -lección aprendida de los errores de Bill Clinton- y el pragmatismo para establecer los mínimos principios innegociables.

Características similares tiene el triunfo de Obama la semana pasada en la Cumbre del Clima, en Copenhague. También allí el presidente norteamericano hizo una demostración de coraje para obligar a China a una negociación a la que se negaba. Y, al mismo tiempo, de prudencia para entender que los grandes países en desarrollo, por algunas buenas razones, no pueden hacer más de lo que ofrecieron. El resultado es un acuerdo, mayormente aplaudido en Washington, que compromete por primera vez a China y a India a trabajar en la medida de sus posibilidades en contra del cambio climático.

Éste parece ser el método de Obama: cambiar las cosas, en la medida de lo posible y al gusto de las mayorías. No estamos ante un visionario que pretende rediseñar al mundo a su antojo. Estamos ante un activista con el sentido práctico y la paciencia para cumplir sólo la mitad de sus sueños.

Es el mismo método que se aprecia en la elaboración de la estrategia para Afganistán o en la solución del problema de Guantánamo.

El presidente va a tardar más de lo previsto en apuntar este último asunto en la lista de sus éxitos, pero este mes ha puesto también las cosas en la buena dirección. El cierre de Guantánamo está sometido a múltiples obstáculos -rechazo de la opinión pública, resistencia del Congreso, complejidades técnicas y legales- que requieren los mismos recursos: convicción, cautela, negociación.

Poco a poco la agenda de Obama se va cumpliendo -el acuerdo de desarme con Rusia está a punto de firmarse, un pacto de desnuclearización más ambicioso empezará a discutirse, el Congreso votará el próximo año sobre la reforma energética- y el carácter del presidente se va forjando. Por mucho que se diga en la campaña electoral, es el Despacho Oval el que finalmente moldea el perfil de la presidencia.

Algunas propuestas se adaptan a la realidad, otras sencillamente se excluyen por inoperantes o ridículas. Obama tiene ya ejemplos de ambas. Su concepción sobre las dificultades de la paz y las exigencias de la guerra -brillantemente expuesta en Oslo- está sin duda influida por sus primeros meses en ejercicio. Sus pretensiones iniciales de dialogar con Raúl Castro, Hugo Chávez o Mahmud Ahmadineyad como si fueran los jefes de la oposición del mundo, van poco a poco difuminándose.

El saldo general, tras el voto de hoy en el Senado, parece positivo. Obama pasa ahora en Hawai unas vacaciones que necesita con urgencia. Su figura se ha ido haciendo más humana a lo largo de su gestión. El mito va abriendo paso a un ser más débil y entrañable.

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