Mi teléfono, mi casa
El sueño de la casa europea no es contar con un teléfono que alguien descuelga cuando llaman desde Washington y últimamente desde Pekín o Brasilia. Para Henry Kissinger, a quien se le atribuye la idea, la identificación de un interlocutor era la única cuestión candente. El sueño europeo es el de la unidad en democracia, es decir, que quien descuelgue el teléfono no sea un oscuro burócrata designado tras un cabildeo incomprensible entre los Gobiernos socios, sino un presidente elegido por todos los europeos, a ser posible en una elección directa o, en su falta, en un procedimiento parlamentario abierto sin imposiciones verticales de los Gobiernos.
Lo que sucedió ayer en Bruselas, en el hemiciclo del Parlamento Europeo, difícilmente atiende a esta onírica visión. José Manuel Durão Barroso, el portugués que recibió a Bush, Blair y Aznar en las Azores para declarar la primera guerra ilegal del siglo XXI, fue reelegido presidente de la Comisión Europea para cinco años más por una mayoría abrumadora. Tenía una base sólida e indiscutible: era el candidato del Partido Popular Europeo, vencedor en las elecciones europeas. Además, no había otro: los socialistas no se molestaron ni siquiera en plantear la batalla detrás de un nombre significativo sacado de sus filas y con sus ideas programáticas. Barroso hizo una buena campaña, primero obteniendo el apoyo de los 27 jefes de Estado y de Gobierno y luego convenciendo a los eurodiputados, al estilo Sarkozy, con halagos para unos y otros y adhesiones de último momento a las propuestas del europeísmo social. Llegó como liberal y neocon, en la estela de Bush, y repite como partidario de la Europa verde y social, a rebufo de Obama y de las recetas de intervención pública ante la crisis financiera. Ha sido crucial el apoyo de Zapatero, el dirigente socialista de mayor peso en el Consejo Europeo y la figura más visible del socialismo.
La lógica demandaba que esta elección se produjera después del 2 de octubre, día en que los irlandeses celebran su segundo referéndum de ratificación del Tratado de Lisboa, el nuevo texto legal que modifica la arquitectura institucional de la UE. Entonces los 27 hubieran podido trenzar la difícil negociación para efectuar los nombramientos de los tres altos cargos -presidente de la Comisión, presidente del Consejo Europeo y ministro de Exteriores- atendiendo a todos los equilibrios y necesidades. Eso era precisamente lo que quería evitar Barroso: sabía que entrar en una combinación de este tipo equivalía a perder de antemano. Su balance como presidente de la Comisión no tiene nada de alentador. Lo único realmente positivo, que ha jugado a la hora de su reelección, es su actitud deferente con los Gobiernos socios, que encomendaron el cuidado de la casa común a un guardés preocupado sólo de satisfacer las limitadas ambiciones de los dueños en vez de un administrador celoso y con autoridad, de los que no se dan en Bruselas desde hace ya casi dos décadas.
La victoria por la que Barroso puede estar tan satisfecho aleja un poco más la candidatura de Felipe González a la presidencia del Consejo Europeo que se inaugurará con la aplicación del Tratado de Lisboa. "Es que Felipe no quiere", se suele oír en determinados círculos. No es verdad. El ex presidente español ha dicho que no es candidato, declaración obligada en quien quiera jugar con inteligencia la partida. Son otros los que deben lanzar la candidatura, y entre ellos debe estar, obviamente, el presidente de su propio país. Es esencial que cuente también con los dos países tradicionalmente con mayor peso en este tipo de decisiones, que son Alemania y Francia. El apoyo de la primera a González está prácticamente garantizado, pero no el de Francia. Sarkozy quiso en algún momento, pero quizás no quiere tanto ahora y prefiere contentar a Londres apoyando a Tony Blair para el cargo y colocar así a un francés en sustitución de Javier Solana. (Por cierto: ¿apostará Europa por dos de los tres de los Azores en la época de Obama?). Gracias a una nueva regla no enunciada, de los tres altos cargos europeos uno debe ser mujer y otro un político de las últimas ampliaciones de 15 a 27 o como mínimo de 12 a 15. La candidatura para ministro de Exteriores de una ciudadana escandinava o del Este europeo sería el perfil perfecto para dejar un hueco a la carta González.
En todo caso, la reelección de Barroso recorta posibilidades a uno de los protagonistas del momento más brillante de la historia europea, con energías e ideas políticas para presidir el Comité de Sabios sobre el futuro de la UE. Su capacidad para negociar consensos, demostrada en la transición española y en el Tratado de Maastricht, permitirían contar para el nuevo cargo con una personalidad capaz de ensanchar la imagen política de la UE y convertirse él mismo en el sustitutivo de este presidente electo soñado que atiende desde la casa europea las llamadas urgentes por la línea caliente.
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