Este es su año, veremos si lo será el próximo
Nadie tiene dudas sobre este 2008. La revista Time, que cuenta con el prestigio del invento, le ha dado el título y la portada. Pocos personajes han proporcionado más noticias y emoción al año político mundial, desde que empezó la campaña para las primarias demócratas, ya en el otoño de 2007. Pero la gran noticia del año lleva también su nombre, pues es su propia victoria como candidato a la presidencia de Estados Unidos este 4 de noviembre. Sabrá a poco e incluso sabrá a frustración si dentro de un año no compite de nuevo por ocupar las primeras páginas de las revistas y de los periódicos en sus resúmenes anuales. Esto se jugará muy pronto, en los primeros cien días después del 20 de enero. La revista semanal de El País – EPS- ha publicado también esta semana su resumen anual, en el que se ha incluido mi artículo sobre la victoria de Obama. Ojalá 2009 nos traiga el cambio prometido y sea también suyo.
EL MOMENTO DE OBAMA
Este año es de Obama. Sólo empezar, el 3 de enero, el redoble de su nombre resonó en los medios de comunicación de todo el mundo: un candidato afroamericano había ganado las elecciones primarias demócratas en Iowa, un pequeño Estado de tres millones de habitantes, casi todos blancos, situado en el corazón de Estados Unidos. La idea de que EE UU podía tener pronto, por primera vez en su historia, un presidente de raza negra adquirió verosimilitud y revirtió todos los prejuicios, sobre todo entre los propios norteamericanos y quizá de forma más singular entre quienes tienen sus raíces en África. El redoble se fue intensificando todo el año, y en noviembre, ese nombre de resonancias exóticas, casi desconocido entonces, era ya el del nuevo presidente de EE UU: al presidente Bush, el más desprestigiado de la historia, le sucede así el que más esperanzas y expectativas ha levantado en América y en el mundo en el último medio siglo. Muchos consideran aquella primera y casi prematura victoria de Iowa como el primer impulso que formó la bola de nieve del cambio.
Cuando empezó 2008, las preferencias de los sondeos de opinión eran para Hillary Clinton en el bando demócrata y para Rudy Giuliani en el republicano. Ninguno de los dos consiguió alzarse con la candidatura de sus respectivos partidos, pero al terminar el año, la esposa del presidente Bill Clinton se prepara para asumir la Secretaría de Estado con Obama como presidente y el ex alcalde de Nueva York medita sobre su futuro político, después de su derrota en las primarias republicanas y de que frente a Obama también terminara derrotado John McCain, el candidato republicano que le venció, pero al que finalmente dio su apoyo. Una parte del soberbio plantel de candidatos lanzados a la carrera demócrata ha pasado en estos doce meses de competir con el senador afroamericano a convertirse en sus colaboradores, preparados para empezar a gobernar el 20 de enero de 2009: es el caso del senador por Delaware, Joe Biden, ahora nuevo vicepresidente de Estados Unidos; el del gobernador de Nuevo México, Bill Richardson, ahora secretario de Comercio, y, por supuesto, el de la senadora Clinton, que ocupará el cargo de mayor relevancia política en el Gobierno después del propio presidente.
Pocos conocían en enero al eficaz equipo de campaña que dio a Obama aquella victoria tan temprana. Pero eran también pocos los que podían imaginar el dream team, el equipo político de ensueño, que Obama llegaría a montar en diciembre. Además de los cuatro candidatos presidenciales, Obama ha recuperado a un miembro del actual Gobierno de Bush, el secretario de Defensa Robert Gates, que seguirá en su cargo, y ha nombrado a Timothy Gerthner, presidente de la Reserva Federal de Nueva York, como secretario del Tesoro, en otro gesto de continuidad con su antecesor, Henry Paulson, con el que ha colaborado estrechamente a la hora de enfrentarse con la crisis financiera. Una gran parte de los equipos de asesores y consejeros salen de la Casa Blanca de Bill Clinton, y muchos, del entorno político de Obama en Chicago. Es el caso de su jefe de gabinete, Rahm Emanuel, que fue asesor del presidente Clinton y ha sido congresista por Illinois y presidente del grupo demócrata de la Cámara de Representantes. También el de Lawrence Summers, que fue secretario del Tesoro y ahora será el director del Consejo Económico de la Casa Blanca. El veterano Paul Volcker, en cambio, fue presidente de la Reserva Federal con Carter y Reagan, y presidirá ahora un Consejo Asesor para la Recuperación Económica, encargado de enfrentarse con la severa recesión que está afectando a la economía norteamericana.
La Casa Blanca de Obama nada tendrá que ver con la de Bush, empezando por el papel del presidente, que será mucho más activo y decisivo, y siguiendo por el del vicepresidente, con funciones presidenciales en el caso del actual, Dick Cheney, y con la previsible indeterminación que acompaña al cargo en el de Joe Biden. También ha hecho las cosas mejor que Clinton en 1992, que tuvo que rodearse de amigos de su provinciana Arkansas y tardó demasiado tiempo en componer el Gobierno. El sólido equipo que ha formado recoge la diversidad del Partido Demócrata, pero tiene también elementos bipartidistas y está pensado para lidiar con un Congreso demócrata escorado a la izquierda y ofrecer a todos, dentro y fuera de Estados Unidos, la imagen de que el país vuelve a estar gobernado. El aire de continuidad y el centrismo de la mayor parte de sus componentes ha sido la primera sorpresa que ha querido proporcionar Obama. El cambio soy yo, ha dicho ante las críticas. Y antes de empezar su mandato, también ha querido empezar a desengañar a su electorado más radical.
El nuevo presidente de EE UU no ha tenido miedo a rodearse de los mejores, a formar un equipo de rivales, una expresión acuñada en tiempos de Abraham Lincoln, cuando el presidente, al igual que ahora, colocó como secretario de Estado a su adversario en las primarias demócratas. La excelencia del grupo humano que le rodeará en la Casa Blanca ha permitido hablar también del brain trust (banco de cerebros), expresión esta acuñada en tiempos de Roosevelt, el primer presidente que instauró los hábitos de trabajo modernos en el Gobierno. O de los mejores y los más brillantes, una expresión acuñada por David Halberstam, cronista también extraordinario de la presidencia de John Kennedy en un libro que lleva el mismo nombre (The best and the brightest).
Los nombres de estos tres presidentes no han quedado asociados al de Obama únicamente por el anecdotario histórico. La difícil circunstancia económica y política que atraviesa EE UU, como resultado entre otras cosas de las dos guerras abiertas en Irak y Afganistán, y la recesión que deja en herencia el presidente Bush han conducido a historiadores y periodistas a girar la mirada hacia tres momentos determinantes de la historia presidencial que permiten encontrar referencias comparativas. La primera es la elección de Lincoln en 1860, que condujo a la emancipación de los esclavos y a la guerra civil entre los Estados del sur, partidarios de su mantenimiento, y los abolicionistas del norte. La segunda es la elección de Franklin Delano Roosevelt, en 1932, en plena Gran Depresión, después del fracaso cosechado por su antecesor, Herbert Hoover, que ha pasado a la historia como uno de los peores presidentes, incapaz de sacar las consecuencias del crash bursátil. La tercera es la elección de John Fitzgerald Kennedy en 1960, el primer presidente católico, que suscitó una nueva esperanza reformista, frustrada por su asesinato en Dallas.
Estos tres presidentes han inspirado a Obama, pero hay un cuarto, Ronald Reagan, que también ha estado presente en la campaña. Con la elección de Obama culmina y finaliza el ciclo que inició en 1980 el presidente conservador. La crisis que ha devastado Wall Street y ha borrado del mapa a la banca financiera ha recibido como respuesta de la Casa Blanca de Bush una receta letal para la ideología económica del reaganismo: el Gobierno ya no es el problema, como quería Reagan, sino la solución a la que se ve obligado a recurrir Bush para evitar una catástrofe financiera de dimensiones apocalípticas. Apenas un mes y medio antes de la elección, se ha producido la bancarrota del capitalismo financiero, después de que la crisis de la hipotecas subprime o basura fuera arrastrando los pies durante un año entero, desde agosto de 2007.
El ascenso de un candidato inspirado, que plantea su presidencia como un momento de transformación histórica del mismo tipo que aquellos grandes presidentes cruciales, se ha producido al compás de la creciente preocupación de los norteamericanos por el estado de su economía y de una atención decreciente por los problemas de la seguridad nacional y la política exterior. La excelente campaña de Obama, con una dirección sin vacilaciones, un uso muy innovador de las nuevas tecnologías y un fuerte componente de recambio generacional, no basta para explicar la victoria. Como no es suficiente la ruina política del Partido Republicano, donde cunde el desengaño por la presidencia de Bush, el desconcierto por la falta de líderes y la división que produce la ausencia de estrategia. Hay que acudir a la sabiduría común del primer ministro británico Harold Macmillan, cuando le preguntaron cuál era el factor determinante de la acción de su Gobierno. "Son los acontecimientos, muchachos, los acontecimientos", contestó.
En Irak, el gobierno de Al Maliki ha ido tomando las riendas del país; ha tenido efectos el refuerzo militar norteamericano, y el despertar sunní ha funcionado. Washington ha podido negociar un acuerdo que permite la salida de las tropas para 2011: la polémica entre Obama y McCain durante la campaña sobre la retirada ha dejado de ser relevante. No hay victoria, pero tampoco rendición ni derrota, e incluso todos, quizá incluso Bush, pueden salvar la cara. En sentido contrario ha actuado la crisis de las hipotecas subprime, iniciada en verano de 2007 y convertida un año después en una pavorosa crisis financiera que ha abierto las compuertas a una recesión, de forma que se ha situado en el corazón del final de la campaña y en la cuestión prioritaria de la transición presidencial y del mandato que Obama empieza el 20 de enero.
Está claro así que no hay un único factor que explique el ascenso imparable de Obama durante 2008. Pero el cañamazo sobre el que ha construido su victoria y el arranque de su presidencia está tejido con su imagen pública y su biografía, es decir, su personalidad. Cuando el primer presidente afroamericano tome posesión el próximo 20 de enero, habrán pasado casi dos años desde que lanzó su candidatura en Springfield, la capital de Illinois y ciudad donde vivió Lincoln, el presidente de la emancipación de la esclavitud, y su campaña electoral habrá resultado la más larga e intensa de la historia de EE UU. En este tiempo, sus conciudadanos han tenido la oportunidad de escucharle y observarle, evaluar su actuación en los más de veinte debates televisivos de las primarias y los tres debates con el candidato republicano, John McCain, y ahora, ya como presidente electo, oír con gran frecuencia sus primeras intervenciones presidenciales. Las urnas han dado una clara respuesta al examen, pero el diario conservador The Wall Street Journal ofreció el juicio más contundente sobre su personalidad antes incluso del 4 de noviembre: "Tiene un temperamento de primera clase". Es su año y es su momento.
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