Colas para un cambio de época
Estos días que estoy en Washington salgo del hotel muy de madrugada, a eso de las siete. Estoy en Georgetown, a un paso del Observatorio Naval de la Marina, donde se encuentra la residencia del vicepresidente, Richard Cheney. El viernes en mi paseo matutino me encontré con una ruidosa y nutrida caravana de motocicletas, motos con sidecar, camionetas oscuras con antenas en el techo, y con toda seguridad agentes secretos dentro, y dos o tres coches negros, en total podían ser más de una veintena de vehículos disparados con sirenas y girófaros bajando por Massachussets Avenue en dirección al Congreso. Esta mañana he encontrado, en cambio, unas caravanas de otro tipo, más tranquilas y sobre todo muy cívicas: las colas electorales, centenares de metros serpenteantes de gente madrugadora que quiere ir a trabajar habiendo cumplido con su deber y su derecho ciudadanos en una jornada histórica, que marcará la época. Estas colas tienen un aire de quererse llevar por delante la época de las otras caravanas, la era de Bush y Cheney.
Luego he empezado a leer la prensa y a zapear. La profesión del día es el experto electoral, el ‘pundit’ tal como se le denomina aquí. Los diarios ofrecen excelentes guías para que cualquier ciudadano se convierta en su propio experto electoral. McCain está perdido si no obtiene Virginia y a la vez uno de los tres siguientes estados: Carolina del Norte, Ohio o Florida. Luego hay que poner en juego las adiciones de votos electorales con las franjas horarias para saber cuando estará todo el pescado vendido. Será lo más tarde a las once de la noche de aquí, según dicen (las cinco en España).
Si no se ha definido la elección en la costa Este, lo hará probablemente cuando llegue a las Rocosas, donde hay estados como Nevada, Colorado y Nuevo México que pueden virar del azul demócrata al rojo republicano. No vale la pena esperar a la costa del Pacífico, que será toda entera de Obama. Y menos todavía al feudo de Palin, Alaska, o al Hawai de Barack Obama, porque será siempre demasiado poco y demasiado tarde.
Lo más divertido de las elecciones norteamericanas es que son totalmente distintas a las que vivimos en Europa. Nada de jornadas de reflexión con prohibición de sondeos. La propaganda electoral se puede hacer a pie de urna. Hay estados donde ha votado ya más del 30 por ciento en votación anticipada (los sondeos a pie de urna en estos casos dan la victoria de Obama, por cierto). Hay otros donde se puede depositar un voto provisional, a la espera de que se compruebe su validez y su adecuación al registro. En otros más se podía registrar y votar a la vez.
La pluralidad del país es también de los sistemas de voto, por lo que los líos están garantizados. Máquinas electrónicas que no funcionan, colegios insuficientes para absorber a los votantes, métodos de votación dudosos, llevan a que todos los partidos tengan hoy desplegados auténticos ejércitos de abogados en todos los estados; aunque en especial en algunos singularizados. Ohio es uno y Florida otro.
Pesan mucho los recuerdos de las elecciones de 2000, que Al Gore ganó en votos populares y Bush sólo pudo vencer en delegados gracias al Tribunal Supremo. Todo esto permite la demagogia antiamericana que se quiera y a la vez los mayores y más justos elogios: casi todo lo que sabemos sobre el funcionamiento de la democracia moderna lo sabemos gracias a la experiencia y a los combates ciudadanos desarrollados desde hace muchas décadas en este país. Y en esta sabiduría salida de la experiencia cuentan también las trampas.
En todo caso, mientras escribo y los ciudadanos votan, la campaña sigue todavía, y no terminará en propiedad hasta que el último voto sea depositado: después de votar, Obama se ha ido a Indiana, estado republicano, a ver si le roba la cartera a McCain en sus feudos. McCain ha ido a defenderse en los estados del Mountain West, que oscilan hacia el color azul demócrata. Le veo mientras escribo como sigue con toda la moral intacta, dale que dale en su mitin de Colorado: vamos a luchar, vamos a ganar.
En un canal de televisión sale un militante republicano repartiendo desatascadores de color rojo. Son el símbolo de Joe the Plumber, Pepe el Plomero o el Fontanero, ese extraño personaje que se ha convertido en el símbolo de la campaña republicana. El periodista Dana Milbank se cachondea hoy de McCain en el Washington Post a propósito de sus esfuerzos con el español: el candidato republicano habló en Miami de Pepe el Plumero y, a la vista del éxito renunció a seguir chapurreando palabras en español.
El fenómeno de Joe es muy especial y es parte también del cambio de época que traen estas elecciones. El obrerismo, el populismo contra las élites económicas, periodísticas y políticas, está en la derecha. Los finos, los intelectuales, las élites de todo tipo están con Obama. La señora Palin es parte de la misma inversión. Ella fue quien empezó a evocar al elector ideal suyo, Joe Sixpacks, prototipo del obrero bebedor de cerveza (paquetes de seis), hasta que apareció el fontanero de Ohio, curiosamente uno de los estados más disputados siempre, en los que la clase obrera tradicional adquiere una fuerza electoral singular que puede decantar elecciones.
Los republicanos convocan a esta clase que fue decisiva en el siglo XX, pero a mí me huele que los decisivos serán los jóvenes, los universitarios y los profesionales, los bebedores de vino blanco según el tópico. Además, por supuesto, del voto afroamericano, cuyo significado es realmente muy específico. No van a votar en masa para que uno de los suyos les defienda: eso lo han hecho en muchas ocasiones, sino para que uno de los suyos se convierta en el presidente de todos. Es la definitiva resolución del problema racial, que no hace tanto tiempo suscitaba todavía disturbios y tensiones espantosas.
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