El paso de la oca

La oca del señor Bush ha terminado por ahora. Durante el mes de agosto los amables lectores de este blog han podido acceder a una selección de textos que aparecerán en forma de libro dentro de un mes, en octubre, bajo el título de ‘La oca del señor Bush. Cómo los neocons han destruido el orden internacional desde la Casa Blanca’, y que publicará la editorial Península. Sólo interrumpí la pausa de agosto, dedicada en gran parte a terminar la corrección del libro, para escribir el sábado 16 un texto dedicado a la guerra de Georgia. Como cada año, la única tregua que nos ha dado agosto ha sido en los calendarios oficiales y las agendas de los gobiernos: la actualidad ha llegado tan cargada como siempre, desafiando la ligereza de la excepcionalidad veraniega. Entre otras cosas, porque esta propia excepcionalidad, en época de máxima movilidad por todos los medios de locomoción, suele cargarse con las tintas de la tragedia, como ha sucedido en Barajas. Tentado estuve de interrumpirlo todo y meterme en harina a diario como en plena temporada.

Este verano de 2008 se ha mostrado, además, como un auténtico parteaguas. La fecha del 8 de agosto se cuenta ya como candidata a hito inicial de un cambio de época. Es el momento en que cristaliza el declive europeo y americano y el resurgimiento de la superpotencia rusa, que reivindica su propia área de influencia y su derecho de veto sobre los asuntos que afectan a su inmediato entorno. Los casi veinte años transcurridos desde la caída del Muro de Berlín serían así una mera etapa de transición en la que el imperio ruso, postrado por la derrota de la Guerra Fría, vio cómo le arrebatan los instrumentos de su hegemonía y su área de influencia. El siglo XXI, desde este ángulo, no empezó el 11 de septiembre de 2001, con el ataque terrorista a las Torres Gemelas, sino este mes de agosto, con la absoluta incapacidad internacional de reaccionar ante el zarpazo impune de Moscú sobre Georgia. Y no será el de la hegemonía de la solitaria y única suerpotencia, sino el de la multipolaridad y el desgobierno internacionales.

Los resultados de los Juegos Olímpicos, deportivos en lo más vistoso, y organizativos y políticos en el balance más de fondo, corroboran el signo de cambio de los tiempos. Bush estaba en Pekín dando el espaldarazo a la dictadura china cuando la dictadura rusa emprendió su acción armada. No hay instrumentos ahora mismo para responder al lenguaje de la fuerza, sino es la irresponsabilidad de un uso más intenso de la fuerza, como de una forma u otra sugieren los más radicales entre los ‘neocons’, todavía en activo. Los que había, de orden multilateral, fueron destruidos hace cinco años con la guerra de Irak. El embajador ruso en Naciones Unidas preguntó con negra ironía por la búsqueda de las armas de destrucción masiva. Naciones Unidas, que hubiera podido jugar algún papel en esta crisis, ya fue declarada irrelevante en su día por parte de George W. Bush. La oca del señor Bush, que me ha permitido apartarme durante un mes del día a día, versa igualmente sobre la destrucción del orden internacional que ha encontrado su punto de culminación en lo sucedido este mes de agosto.

El parteaguas se ha declarado en el Caúcaso, no en la campaña electoral norteamericana, por abundante que sea la emoción que sugiere en Estados Unidos y a veces se diría que incluso más fuera de Estados Unidos. “Por primera vez en la historia”, escribimos con harta frecuencia. En periodismo deportivo sucede cada domingo, siempre con algún partido del siglo. No digamos durante unos Juegos Olímpicos. Pero este mes de agosto uno de estas “primeras veces” ha sido de veras: nunca jamás había habido un candidato afroamericano al frente de una de las dos grandes opciones políticas que pugnan por alcanzar la Casa Blanca el 4 de noviembre. Obama obtuvo una audiencia de televisión en su discurso de aceptación en Denver, en el estadio de los Broncos, superior a la ceremonia de apertura en los Juegos Olímpicos, casi 40 millones de norteamericanos.

Su campaña está quedando esmaltada por discursos calificados todos ellos de “históricos”: el que hizo a la Convención Demócrata de 2004, que le lanzó a la fama; el que hizo en Springfield, la capital de Illinois, para proclamar su candidatura; el que dedicó a la raza, para responder al escándalo del reverendo Jeremiah Wrigt; el que dedicó a la política internacional en Berlín, y tantos otros. Pero excelentes discursos no es igual a avances en los sondeos de opinión (agosto ha sido un mal mes para su campaña) y tampoco significa que la victoria esté asegurada. La campaña, con sus emociones y sus espectáculos americanos y hollywodenses, es la espuma del cambio de época: los ciudadanos norteamericanos decidirán qué presidente quieren que gestione esta época tan compleja que ahora nos aparece en toda su crudeza. En las diez semanas que quedan para las elecciones habrá oportunidad para observar la superficie de estas aguas agitadas, pero la agitación de fondo no cejará. Estamos en una mutación de época que ella misma influirá sobre la campaña electoral norteamericana. La oca pasa pero sus desperfectos quedan y alguien deberá intentar repararlos.