Ruina política
El capital político de Bush se escurrió a ojos vista por los desagües del golfo de México. Como si de pronto el huracán Katrina hubiera levantado el tapón de la bañera (1). El presidente norteamericano aseguró en noviembre de 2004, cuando ganó las elecciones presidenciales por primera vez, que iba a usar el enorme capital político cosechado con su reelección y la doble mayoría republicana en las dos cámaras para reformar y privatizar el sistema de pensiones, uno de los últimos andamiajes todavía en pie del estado de bienestar construido desde la época de Roosevelt. (Sí, he dicho por primera vez, porque en 2000 no las ganó Bush: las ganó Al Gore en votos populares y se las regaló el Tribunal Supremo, que por cinco votos a cuatro impidió proseguir el recuento en Florida que iba a dar la victoria a Al Gore, después de las numerosas irregularidades en los censos, los sistemas de votación de recuento organizados por el estado de Florida bajo las órdenes del hermano Jeb Bush).
No eran aquellos los únicos envites para los que Bush necesitaba una buena acumulación de rentas. En política interior las necesitaba precisamente para reforzar todavía más los cambios en el Tribunal Supremo hasta crear una mayoría conservadora capaz de acomodar la legislación a los deseos de la derecha religiosa. En política exterior, para aguantar el tirón de Irak, sin escuchar los cantos de sirena que pedían la retirada de las tropas; mantener la presión sobre Irán y Corea del Norte para evitar la proliferación nuclear; proseguir en la democratización del mundo árabe y musulmán; vigilar al poder económico, diplomático y militar de China; y en definitiva, ejercer como única y soberana superpotencia. En ambos casos, los correligionarios de Bush desearían que de toda esta riqueza obtenida aquel martes mágico de noviembre quedaran como mínimo unos ahorrillos para las elecciones intermediarias de 2006 y reforzar así la doble mayoría republicana, y todavía otros más para conservar luego la presidencia, algo a lo que incluso aspira secretamene el otro Bush de Florida, su hermano Jeb.
Muchos vieron enseguida las ventajas que iban a sacar de la pérdida de rentas políticas que está produciendo este catastrófico segundo mandato. Y es indiscutible que las hay, pero también van aparecer algunas enormes desventajas en un mundo que tiene horror del vacío. Buena prueba de ello es el regocijo ante el Katrina demostrado con más o menos sinvergonzonería por la panoplia de enemigos jurados que tiene Washington. Hay puntos de la geografía terrorista donde el dolor de los damnificados se celebró como si fueran víctimas de un atentado. De esta debilidad creciente también Ariel Sharon obtuvo, como siempre, mayores márgenes para seguir implantando colonias en Cisjordania y aplazar la negociación con la Autoridad Palestina y el cumplimiento de la Hoja de Ruta (2).
El corolario de la descapitalización de Bush es que el daño no se lo ha hecho a sí mismo y al partido republicano. Se lo ha hecho a la marca más poderosa del mundo que es Estados Unidos de América. Y esto, pese a quienes se alegran y a quienes lo consideran una afrenta a su patriotismo, es una pérdida para todos. ¿O es que alguien podía sensatamente esperar que desde Bruselas y no digamos desde Moscú o desde Pekín llegaran buenas noticias respecto a una mejor conducción de los asuntos del planeta mientras en la Casa Blanca quedaban todos con la mente en blanco? Éste es el presidente que tiene Estados Unidos y estos son los Estados Unidos que tenemos el resto del mundo, y con Estados Unidos más que contra Estados Unidos hay que intentar enderezar las cosas. Sobre todo si se encara, ya definitivamente, un cambio de rumbo histórico que se ha convertido en imprescindible.
El problema de la marca, todavía tan potente, es que está todavía en manos de un grupo de personas arrogantes que han demostrado una terrible ineptitud para gestionar los problemas de la gente. Se vio en Irak, donde sólo una cosa se hizo bien: echar al régimen de Sadam del poder mediante una blitzkrieg admirable desde el punto de vista militar y tecnológico. Todo lo demás, peor que mal: los fundamentos legales, políticos y morales de la guerra, las alianzas en la zona y en el mundo, la coalición militar, la preservación del orden público y de la cohesión social, la reconstrucción del poder civil, y suma y sigue hasta el proyecto de una Constitución inviable. Todo gestionado con una confianza insultante en tres fetiches, ahora resquebrajados, como son la superioridad tecnológica, el poder del dinero y la capacidad de manipulación de la opinión pública.
Bush y sus admiradores se han hartado de regañar a quienes no entendían que había un antes y un después del 11 de setiembre de 2001, en el bien entendido de que ellos eran los únicos que sabían reconocer lo que ha cambiado y los únicos que sabían qué hacer en este mundo nuevo. Ahora también hay un antes y un después del Katrina, un hito que va a la zaga del propio 11-S en número de muertos y en cambios domésticos e internacionales. No una fecha, sino una cadena de fechas. No una epifanía neoconservadora sino una deriva histórica preocupante, en la que la nueva vulnerabilidad norteamericana ha quedado trágicamente confirmada.
1.- El huracán denominado Katrina se formó el 23 de agosto de 2005 y se disolvió el 30 del mismo mes. Entró en los estados de Luisina, Mississipi, Florida y Alabama y sobre todo destruyó el centro histórico de Nueva Orleans. Se contabilizaron más de 1.800 muertos y 700 desaparecidos. La administración federal demostró una enorme ineptitud en la prevención y en el auxilio a las víctimas.
2.- La Hoja de Ruta es un plan de trabajo para la resolución del conflicto israelo-palestino, presentada por el Cuarteto el 30 de abril de 2003 a las dos partes, Gobierno israelí y Autoridad Palestina, con el objetivo de alcanzar la paz en 2005. Incorpora planes anteriores y a su vez algunos de sus elementos han aparecidos en otras concepciones posteriores de cómo debe conseguirse la paz: cese inicial de la violencia y normalización de la vida palestina; retirada israelí de los territorios ocupados y congelación de los asentamientos, simultánea al desmantelamiento de las organizaciones palestinas terroristas, en segundo lugar; y estatuto permanente y final con la creación de un estado palestino al lado del ya existente israelí. Los parámetros que propuso Clinton en la última negociación en Camp David están en el origen de la Hoja de Ruta. Y el actual plan, que ya se considera fracasado de Anápolis, parte también de las mismas premisas.
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