No apto para menores
Del alfiler al elefante
Por MANUEL VÁZQUEZ MONTALBÁN
Los responsables de la concesión del Premio Nobel de la Paz han convertido la historia en un espectáculo casi tan escabroso como El último tango en París o La Gran Bouffe. En un mundo que huele a pólvora por los cuatro puntos cardinales, han dirigido el reflector sobre la pareja Le Duc Tho-Kissinger para sorprenderles en el momento justo en que se besaban, en que se daban ese beso final con el que Hollywood tantas veces nos ha dicho que el mundo estaba bien hecho. Lástima que no hayan esperado a la llegada de la Navidad, que sonara como música de fondo el Singing bells en la voz de Frank Sinatra o el Vert abet cantado por el entrañable Cuarteto Vocal Orpheus, mientras una nieve de algodón en rama o de poliuretano esponjoso mancha con sombras felices un horizonte en tecnicolor, susceptible de convertirse en parcelas a vender en cómodos o incómodos plazos.
No tiene ningún sentido que se convierta a Le Duc Tho en el protagonista de una paz que se ganaron millares de combatientes y muertos con el fusil en la mano. No tiene ningún sentido que se convierta a Kissinger en protagonista de una paz que para él llegó como la resolución de una ecuación algebraica o la ratificación fatal de una evidencia de computadora. El sentido de la concesión se extingue definitivamente cuando anotamos el dato de que en Vietnam la paz ha costado más de 100.000 vidas humanas desde la firma de los acuerdos de París. Sorprende que los miembros de la Academia sueca tengan un talante histórico de lectoras de novelas de Corín Tellado y crean que la precaria paz de Vietnam es el resultado de la habilidad de dos hombres y no de la tenacidad de millones de seres humanos.
Como el nivel cultural nórdico es bastante estimable, habrá que dar otras explicaciones e implicaciones a tan convencional final de novela rosa. Los jurados han querido premiar la “imagen-paz-en-Vietnam” frente a la “imagen-guerra-en-Oriente-Medio”, y la intención es encomiable desde el cada vez más devaluado punto de vista “humanitarista”. Pero se han equivocado en la elección de símbolos. Si difícilmente es premiable como protagonista un hombre como Le Duc Tho, portavoz de una decisión colegiada, mucho más difícilmente premiable es Kissinger, uno de los teóricos bélicos más eminentes de la posguerra y uno de los responsables de la caída de Allende y todo lo demás.
La filosofía de Kissinger está escrita. Hace la guerra donde puede y hasta cuando puede y firma la paz donde ya no puede seguir la guerra. La paz para Kissinger es la impotencia de una guerra universal y el final de un conflicto local. Mal asunto además el que se haya premiado a un secretario de Estado en ejercicio, joven por más señas y con toda la vida por delante para firmar paces y armas guerras que desde ahora llegarán avaladas por ese carismático Premio Nobel de la Paz. Las paces de Kissinger serán más paces y las guerras de Kissinger serán menos guerras. Todo ayuda a configurar la sospecha de que los suecos han querido compensar a Nixon de los desaires que ha sufrido al ser una y otra vez rechazado como candidato y al ver su política vietnamita impugnada por miembros del propio Gobierno sueco.
Porque aunque, evidentemente, el premio es para dos, Kissinger es el llamado a usufructuar sus rentas. Le Duc Tho ha vuelto a su anónima oficina en Hanoi y probablemente jamás vuelva a salir de ella. En cambio, Kissinger pisa con fuerza los mejores tablados del mundo e interpreta el papel de divo con una estudiada timidez, pero con Jill St. John colgada de un brazo y el presidente Nixon del otro. Durante estos días, hasta que desaparezcan los últimos ecos de este premio, sería recomendable que los niños no leyeran los periódicos. Por una parte, siempre sorprende que los hombres se besen y, por otra, el moderno esfuerzo racionalista pedagógico que afortunadamente ha vuelto a entrar en España podría verse contrarrestado por este cuento de hadas en el que Caperucita y el lobo se casaron, fueron felices y comieron perdices.
17 de octubre de 1973. Tele/eXpres
A Manuel Vázquez Montalbán, primera entrada del blog (21 de abril)
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.