Habermas, Touraine, Morin, intelectuales nonagenarios irrepetibles
Alain Touraine, fallecido esta semana, pertenecía a toda una estirpe de científicos sociales que se comprometieron con la realidad
Pertenecen a la categoría de grandes científicos sociales, todos ellos fueron escritores de periódicos como parte de su compromiso con la realidad y de la necesidad de influir en lectores no especializados, y derivaron ideológicamente a babor. En sentido amplio se puede decir que fueron socialdemócratas. Generaciones de intelectuales irrepetibles. De ellos hay dos de los más grandes que siguen entre nosotros, el francés Edgar Morin (centenario) y el alemán Jürgen Habermas, discípulo de Adorno, ambos críticos con la gestión que Occidente está haciendo de la guerra de Ucrania. Esta semana acaba de desaparecer Alain Touraine. Para orgullo de este diario, todos los que van a ser citados han firmado habitualmente en las páginas de EL PAÍS (eran fundamentalmente analógicos). Tenían más de 90 años cuando fallecieron.
Los sociólogos Alain Touraine, francés, y Zygmunt Bauman, polaco, recibieron conjuntamente el Premio Príncipe de Asturias. El primero, un gran europeísta experto en movimientos sociales, explicaba que el neoliberalismo parte de una observación justa y la transformaba en una afirmación falsa. Lo justo es observar la descomposición de los sistemas sociopolíticos de control, orientación y utilización de la economía; la afirmación falsa consiste en identificar el ocaso de los voluntarismos políticos y sociales con un nuevo tipo de sociedad, la sociedad liberal. La economía que se denomina libre es, en realidad, salvaje: la exclusión y las desigualdades aumentan y se multiplican los desórdenes financieros y monetarios.
Bauman desarrolló con amplitud el concepto de “lo líquido”. La modernidad “líquida” es aquel periodo de la historia en el que se iban a dejar atrás los temores que dominaron la vida del pasado, los ciudadanos se iban a hacer con el control de sus vidas y domeñarían las fuerzas descontroladas de los mundos político, social y natural; y sin embargo, se vuelve a vivir una época de miedo en la que el temor a las catástrofes naturales (la emergencia climática) se ha unido al pánico a los mercados y a los peligros que, sin previo aviso y en cualquier momento, pueden azotarnos. Temor es el rostro que se utiliza para referirse a la incertidumbre que caracteriza a la era moderna “líquida”.
Antes de ellos pasaron tres grandes economistas norteamericanos, también nonagenarios cuando fallecieron. Paul Samuelson, el segundo premio Nobel de Economía desde que el Banco de Suecia dotó el galardón, ha sido, quizá, “el mejor economista de la historia”, según lo describió su colega Kenneth Arrow. Asesor de los presidentes demócratas John F. Kennedy y Lyndon Johnson, es muy conocida su batalla ideológica con los economistas de la Escuela de Chicago y, principalmente, con su científico más relevante, Milton Friedman. El manual de Samuelson Curso de economía moderna es uno de los más vendidos y populares de la historia de la economía. En España fue traducido por otro maestro nonagenario: José Luis Sampedro.
John Kenneth Galbraith no fue Nobel, pero es difícil encontrar otro economista más hábil en el arte de la divulgación y en la profundización de las relaciones permanentes entre la economía y el poder. Continuador de los economistas institucionalistas como Thorstein Veblen, asesoró a los presidentes demócratas Franklin Delano Roosevelt (“el primero y en muchos sentidos el mayor de los personajes conocidos a lo largo de mi vida”), Kennedy, Johnson y Jimmy Carter. Las memorias de Galbraith son maravillosas.
Albert Hirschman, economista y sociólogo americano de origen alemán, participó en las Brigadas Internacionales durante la guerra civil española. Mucho menos conocido que los anteriores, logró aislar tres tipos de argumentos reaccionarios paradigmáticos (las tesis de la perversidad, la de la futilidad y la del riesgo de todo intento de cambio histórico) que han servido para analizar la lógica con la que piensan y actúan los reaccionarios de cualquier época, también de la nuestra.
En los casos citados, a la edad se une esa cualidad que caracteriza a los grandes científicos sociales: sus intereses fueron más allá de la especialidad en la que trabajaron, y participaron activamente en la vida pública de sus entornos, en una especie de teoría del compromiso nada literaria.
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