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Tribuna
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Soy feliz en la prisa, me crezco en la sobrecarga de trabajo

Presumí de vago, pero fue por coquetear. Prefiero la multitarea a esa verdad inefable que aguarda en las montañas cuando se hace el silencio. No hay más vida que lo urgente

Sergio del Molino
Ideas 28/08/22
Fran Pulido

A los 17 años hacía un programa de radio en una emisora pirata. Se titulaba Perdiendo el tiempo (qué horror de gerundio, a la altura del programa), porque iba de nada, como la serie Seinfeld. Cuando, no muchos años después, empecé a agrupar algunos textos en un blog, los subtitulé: ‘Pereza, inutilidad, tiempo perdido’. Más tarde, tras publicar mis primeros libros, los periodistas me pidieron que me definiese. Dije que era un vago que trabajaba demasiado.

Me creía mi vocación de perezoso, por lo que también me creía las de los demás, con absoluta ingenuidad. Un par de compañeros de la universidad decían, con voz soñadora, que aspiraban a una vida sencilla: ser libreros en un pueblo, escribir poesía a la hora del almuerzo y no quemarse en los fuegos fatuos de la ambición profesional. Por supuesto, fueron los depredadores más cruentos de la facultad, los que mejores y más atinados codazos dieron en los costillares de sus competidores. Desde entonces, cada vez que alguien me suspira las ganas que tiene de llevar una vida recoleta en una aldea montañosa, me pongo en guardia y me palpo la espalda en busca de puñales.

Por aquello de la paja en lo ajeno y la viga en lo propio, esto no me sirvió para cuestionar mi propia fe en la pereza, que seguí cultivando muchos años. No me di cuenta de que era una forma de coquetería. Lejos de incomodar al establishment, lo halagaba. Los vagos caen fenomenal y venden muy bien sus productos.

No hace mucho, grabando un programa de televisión, el presentador quiso vacilarme: “Tú, como escritor, te levantarás al mediodía, ¿no? No estás acostumbrado a trabajar de verdad”. En otro tiempo, le habría seguido la broma, pero me di cuenta entonces de lo lejos que estaba mi vida de ese ideal de tiempo perdido. Me levanto a las seis y no paro de trabajar en todo el día. Aquella mañana llevaba muchos fines de semana sin despegarme del ordenador o de la pila de libros que estudio y subrayo a todas horas, y no recordaba las últimas vacaciones de verdad, sin robarle mañanas a la playa. Qué diablos: desde los 21 años solo había trabajado, cada vez más duro, asumiendo más de lo que podía abarcar. No había ido a la tele a que un graciosillo profesional me llamara vago. Eso solo me lo decía yo.

La epifanía podría haberme despertado, como a tantos otros, y otorgarme esa lucidez de monje: Dios mío, ¿qué estaba haciendo con mi vida? Siguiendo la escondida senda de los pocos sabios que en el mundo han sido, lo lógico habría sido desprenderse de lo vano y dimitir de la mentira profesional en busca de la verdad. Después de todo, era el autor de La España vacía. Muchos lectores me confiaban que se tomaron la vida con más calma después de que mi libro les descubriese lo mucho que la aceleración urbana y capitalista los distanciaba de lo que de verdad les importaba.

Qué libro tan hermoso me saldría si abandonase el ruido y la velocidad. Qué bonita quedaría en los escaparates de las librerías una confesión de prosa lenta, con aromas de leña y ladridos de perro pastor. Gustaría mucho a los lectores urbanitas. Para promocionarlo, recorrería las ciudades de España en una gira de presentaciones y entrevistas donde, sin tiempo para comer ni para dormir, brincando de AVE en AVE, glosaría las bondades de la vida sosegada y eremita. Y me encargarían artículos que tendría que escribir por la noche, saltándome la cena, y las traducciones me llevarían por Europa, de festival en festival. Al fin, vencido por las ojeras, agotado de tanto alabar el sosiego del campo, el cardiólogo me subiría la dosis de las pastillas para la hipertensión, recetándome un ansiolítico y algo para dormir e instándome a tomar las cosas con calma si no quería caer fulminado de un infarto. Si creen que esto es una caricatura, echen un vistazo a la agenda intercontinental de Byung-Chul Han, el filósofo hiperactivo e hiperventas que no para de escribir ensayos, impartir conferencias y conceder entrevistas en las que reprocha el ritmo de trabajo de los demás, sin aflojar el suyo.

Me entrego a fondo porque me apasiona lo que hago. No lo sufro con resignación, lo gozo. Dice la también filósofa Remedios Zafra que la pasión vocacional es una tela de araña capitalista donde caemos las mosquitas letraheridas, y aunque comparto su diagnóstico sobre la explotación y la precariedad de los oficios culturales, me cuesta mucho sentirme víctima de una vida que me provoca tanto placer. Presumía de vago para coquetear, pero ya no me escondo: soy feliz en la prisa, me crezco en la sobrecarga de trabajo, abrazo la multitarea. Escribo parte de este artículo mientras espero para entrar en directo en mi sección de los lunes en la radio. Me acaban de mandar el guion por wasap y he interrumpido la escritura para revisarlo y proponer un par de cambios. Mañana se cumplen dos plazos de entrega de textos que tengo a medias —y aún no sé cuándo voy a poder terminar—, pasado mañana doy una conferencia a 500 kilómetros de mi casa y un mensajero ha dejado las galeradas de mi próximo libro, que debo revisar en una semana.

Habrá quien prefiera volver a la cama y llorar muy fuerte antes que enfrentarse a todo eso, pero estar ocupado me encanta y se me da bien. Gestiono divinamente el estrés, como dirían los cursis del emprendimiento, y no veo en ello motivo de vergüenza ni siento que la vida se me esté escapando entre los dedos. La vida es esto. La vida es lo urgente, no esa verdad inefable que aguarda al otro lado de las montañas cuando se hace el silencio. La vida es este ruido y este desorden.

Un amigo, abogado de éxito, tiene una vocación literaria muy fuerte. Fantasea con dejar el bufete y retirarse a escribir la novela que le obsesiona y nunca tiene tiempo de emprender. Alguna vez le he animado: estás podrido de dinero, no te hace falta más, deja ese trabajo que te agobia y detestas y ponte a hacer lo que te gusta. Mi amigo baja entonces la voz y me confiesa su miedo: “¿Y si lo dejo todo y descubro que soy un escritor muy malo?”.

¿Y si descubrimos que no sabemos vivir en la calma? ¿Y si, tras recorrer la escondida senda, solo sentimos agujetas? ¿Y si Zaratustra no nos espera en la cumbre? ¿Y si toda la sabiduría, el placer y la alegría de los días estaban ya aquí, en este aceleramiento y esta locura urgente, y no los disfrutamos porque unos escritores ambiciosos y adictos al trabajo nos convencieron de que la vida era otra cosa? Yo me quedo con mis prisas, no las cambio por ningún silencio.

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Sobre la firma

Sergio del Molino
Es autor de los ensayos La España vacía y Contra la España vacía. Ha ganado los premios Ojo Crítico y Tigre Juan por La hora violeta (2013) y el Espasa por Lugares fuera de sitio (2018). Entre sus novelas destacan Un tal González (2022), La piel (2020) o Lo que a nadie le importa (2014). Su último libro es Los alemanes (Premio Alfaguara 2024).

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