Cuando nadie te pregunta qué te pasa
Con las prisas olvidamos la humanidad que todos tenemos en común, o deberíamos
Noticia a veces es algo extraordinario que le pasa a alguien normal, como el Gordo de la lotería. O algo normal que le pasa a alguien famoso, como que pillen a Messi evadiendo impuestos. O algo normal que no lo es si le pasa a quien no debe, como cogerte la viruela del mono, un mono con viruela da igual. Incluso es algo extraordinario que le pasa a alguien extraordinario, como el partido de Nadal del otro día contra Djokovic. Pero es muy difícil que interese algo normal que le pasa a alguien normal. Aun así, ocurre. Por ejemplo, una carta a la directora de este periódico de esta semana. Era de un señor que simplemente relataba lo maravillosa que era su mujer, las cosas estupendas que había hecho, cuánto se acordaba de ella ahora que había muerto y cómo, a pesar de haber llorado por eso en numerosos lugares públicos, nadie se había acercado a preguntarle qué le pasaba. Lo curioso de su pequeña historia es que era interesante aunque él se quejaba precisamente de que no interesaba a nadie. Porque, además de estar bien escrita, tenía interés humano, algo que nunca falla, pues normalmente nos falla. Olvidamos con las prisas la humanidad que todos tenemos en común, o deberíamos. Me hizo recordar una frase de Cesare Pavese: “Pasaba la tarde sentado delante del espejo para hacerme compañía”.
Sí que me parece que cada vez hay más miedo a dirigir la palabra a un desconocido, como una naturalidad que se ha perdido. A veces en un avión o un tren estás en la butaca de pasillo, se te planta alguien delante y no dice nada, solo te mira. Puedes llegar a pensar que te quiere pedir salir y no se atreve, como en una fiesta, pero le miras y sigue callado. Espera que descifres, sin necesidad de decírtelo, que quiere pasar a la butaca de ventanilla. Es como si mucha gente hubiera perdido la práctica de hablar con los demás y no supiera ni por dónde empezar, qué frase articular en primer lugar. No somos tan espontáneos, queremos tener todo muy estudiado. Soy el primero que tengo pánico a los pelmazos, pero te devuelve la fe en las personas encontrarte gente simpática por ahí. Siempre reconforta alguien bien educado.
Son cosas que sin duda hemos ido perdiendo, porque no nacemos así. Los niños hablan con cualquiera y son sensibles a los problemas humanos, antes de que la edad les enseñe a ignorarlos. El hijo de una amiga llegó una vez emocionado diciendo que había resuelto el problema de la pobreza en el mundo: bastaba que cada persona rica se casara con una pobre y asunto resuelto. Le dijimos que, de hecho, desde hace tiempo hay gente que lo ha pensado, e intentado, aunque la iniciativa suele surgir siempre del mismo lado, y no es tan fácil.
Los niños son serios y toman la realidad como es. Si le preguntan a uno la hora siempre da la hora exacta. Es decir, si son las 13.47 dice eso, no dice menos 10, porque no son menos 10, son y 47. Tú le dices que son menos 10, y te mira con asombro, porque no son. Los niños son precisos, no redondean, eso les parece un fallo de los adultos, una traición a los hechos. Pero es que a medida que creces te alejas de los hechos. Y las historias normales te los recuerdan. Se intuye que la gente sabe que lo normal no es normal con el éxito de titulares como el de una entrevista del paleoantropólogo Juan Luis Arsuaga: “La vida no es trabajar e ir al supermercado”. Que justo el otro día la recordé y un segundo después me di cuenta de que ese día iba a hacer exactamente eso, y nada más. Me planteé mi vida, y si alguien me hubiera preguntado qué me pasaba, ni habría sabido decirle. Menos mal que me llamaron en ese momento y pude dejarlo.
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