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Todos nacemos endeudados

Hasta quien no ha contraído voluntariamente deudas las hereda del Estado, a veces antes de venir al mundo, dice la filósofa Elettra Stimilli. ‘Ideas’ adelanta un extracto de su nuevo libro

Estudiantes protestan en una sede de la universidad de Nueva York durante una manifestación por las elevadas deudas de los exalumnos, en noviembre de 2015.
Estudiantes protestan en una sede de la universidad de Nueva York durante una manifestación por las elevadas deudas de los exalumnos, en noviembre de 2015.Cem Ozdel/Getty Images (Getty Images)

En muchas culturas antiguas y modernas la deuda, como la culpa, implica un vínculo, una obligación. En el origen de esa conexión identificamos una relación jurídica, como la que, en la religión, une al hombre con Dios. A través de ella se expresa una relación de dependencia de los vivientes respecto de las potencias soberanas y la obligación de amortizar, en el curso de la vida, la energía vital de la que han sido hechos depositarios. La más antigua forma de amortización para pagar a la divinidad la deuda de la vida es el sacrificio. El poder asociado con el culto sacrificial se enfoca sobre la víctima, en la cual los gérmenes de desacuerdo se polarizan en la vida común, desviando su curso.

Como vínculo, la deuda es la expresión de un nexo social, cuya interrupción implica la culpa por su inobservancia. Este nexo se muestra también y esencialmente como un potente dispositivo de poder. Está claro, en efecto, que con la expresión “estar en deuda” no se indica simplemente el hecho de tener “deudas”. Con ella se expresa algo que, exactamente, no se puede poseer, y que más bien nos posee y a lo que estamos sujetos: literalmente, en este horizonte, “estar en deuda” indica una “deuda de vida”, que no es posible superar porque nos supera.

Hoy, más que nunca, “estar en deuda” parece coincidir con la condición en la que no es solo posible ingresar en un momento dado, porque se identifica con el estado en el que se nace, prescindiendo de la propia situación de pobreza o riqueza. Incluso quien no ha contraído nunca voluntariamente deudas, nace endeudado en Estados que transmiten su propia deuda a todos los que forman parte de ellos, incluso antes de venir al mundo. Por supuesto, al cambiar los contextos geográficos, políticos y sociales y dependiendo de si existen más o menos protecciones estatales, el papel y la entidad de la deuda también cambian. Un migrante que consigue llegar vivo a las costas italianas, por ejemplo, está obligado a pagar durante años la deuda contraída con quien lo ha transportado. Los estudiantes estadounidenses, mucho antes de empezar a trabajar, están endeudados con los bancos, que han anticipado el pago de sus tasas universitarias, y ya saben que durante varios años tendrán que destinar parte de sus eventuales ganancias a rescatar su deuda. Hoy más que nunca, por tanto, parece que tenemos experiencia del hecho de que la deuda llega antes que la misma vida, en cuanto no solo la precede, sino que la determina, exponiéndola incluso al riesgo de muerte, como demuestra el alto índice de suicidios por deudas registrados en los últimos años.

Pero la “deuda” se ha conectado explícitamente con la “culpa”, sobre todo en el momento en que la Unión Europea se ha visto directamente involucrada en el colapso económico mundial. La cuestión de la deuda surgió como un problema específico en algunos países europeos, que han sido considerados culpables de una mala gestión del Estado (...) que es posible pagar mediante “sacrificios”. Recientes políticas de relanzamiento y recuperación económica, críticas frente al sistema promotor del régimen de austeridad, se han opuesto explícitamente al paradigma culpabilizante del rigor, proponiéndose como alternativas. Pero más que una alternativa real la línea emergente del desarrollo económico se ha convertido, en el horizonte de ese trabajo, en el síntoma de una opacidad no totalmente investigada aún y en el meollo de un problema más amplio que requiere nuevos análisis. En definitiva, el dispositivo de la deuda actualmente imperante parece en realidad un mecanismo aún más complejo que el jurídico, al que en muchos aspectos pertenece.

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Hoy, la deuda no es, o no es únicamente, una condición que deba ser enmendada —como el mandato autoritario de los sacrificios impuestos por las políticas de austeridad parecerían indicar— ni simplemente la última y vacua expresión del vínculo jurídico que, al implicar la vida en la esfera del derecho, no puede ser asumida nunca hasta el fondo. El endeudamiento, hablando con más exactitud, es un estado que se produce y alimenta continuamente, porque es lo único en lo que es posible invertir, como demuestran las recientes políticas de relanzamiento económico. En la economía de mercado que a partir del giro neoliberal se constituye como institución política, está en marcha un cambio radical en el ámbito de la producción normativa. De ahí el vínculo genealógico con la experiencia religiosa cristiana, que hemos esbozado, en cuanto campo práctico de experimentación normativa a partir de un procesamiento de la relación jurídica que, en la religión judía, une al hombre con Dios.

La función de la culpa conectada a la economía de la deuda cambia al cambiar las condiciones que la produjeron y las categorías que operan en la base de este cambio ya no son solo las de tipo jurídico, sino más bien las ligadas a la esfera económica de la evaluación. La culpa, aquí, no resulta ser solo la expresión de un vínculo que prejuzga por el solo hecho de existir. Es la condición que se produce en el momento en que, con las políticas neoliberales, las maneras de dar valor a la vida se corresponden plenamente con la misma valorización del capital, haciendo así posible que cada uno de nosotros pueda convertirse en un “capital humano”.

Las capacidades individuales, en sí mismas potencialmente abiertas, se transforman así por la frustración de no sentirse nunca a la altura de la situación. Hay por ello una constante autocrítica origen de un sentimiento de culpabilidad, cuya característica fundamental no es estar meramente en relación con un vínculo jurídico, sino nacer más bien de una modalidad económica de evaluación, que inmediatamente se traduce en posibilidades de inversión en aquello que es una carencia. Se reproduce de este modo una deuda infinita, que materialmente proviene de formas obsesivas de consumo destinadas a compensar la convicción de no ser aptos para lo que nos es requerido.

Volver a dar posibilidades a cuanto tiende a imponerse actualmente solo como una carencia es justamente lo que debemos procurar hacer para cambiar las condiciones de lo que parece ser una red sin posibilidad de salida. Si es cierto que toda sociedad es capaz de producir el tipo de hombre que necesita, creo que, para abrir un paso en esta dirección, puede ser útil estudiar los mecanismos de la “máquina antropogénica” de la que están equipadas las sociedades neoliberales: una máquina en muchos aspectos distinta de la jurídica, cuyo perfeccionamiento había interesado a muchas sociedades antiguas y modernas, pero no por eso más fácil de reactivar de un modo diferente a como lo ha intentado la insensata carrera emprendida hasta hoy.

Elettra Stimilli es filósofa e investigadora en la Scuola Normale Superiore di Pisa. Es autora de varios ensayos sobre religión y política en el ámbito del pensamiento contemporáneo. Este es un extracto de ‘Deuda y culpa’, que publica Herder este 9 de noviembre.

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