La guardiana de los secretos
Los casos de Maxwell y Epstein permiten vislumbrar el ambiente sórdido en que se anudan política, finanzas y espionaje
Recuerdo a Ghislaine de mis años en Londres. Hablé con ella una sola vez, junto con otros periodistas. Era simpática y a la vez arrogante; lo normal, supongo, tratándose de la hija favorita, o al menos la única no sometida a humillaciones públicas, de un magnate tan asombroso y cruel como Robert Maxwell.
Acompañaba habitualmente a su padre, aquel hombre de biografía imposible: nacido en 1923 en una aldea miserable de los Cárpatos con el nombre de Jan Hoch, refugiado en Francia mientras toda su familia era exterminada en Auschwitz, alistado en el Ejército checoslovaco y luego en el británico (con el que desembarcó en Normandía), condecorado personalmente por el mariscal Montgomery, diputado laborista bajo el nuevo nombre de Robert Maxwell (antes había utilizado otros tres) y magnate de la prensa británica.
Robert Maxwell murió el 5 de noviembre de 1991. Su yate, significativamente llamado Lady Ghislaine, navegaba por aguas canarias cuando el magnate cayó al mar. El juez declaró muerte accidental, pero quedó, de forma inevitable, la sospecha de un asesinato.
Cómo no sospechar cuando se supo que Maxwell había robado más de 400 millones de libras del fondo de pensiones de sus empleados y que había trabajado para el MI-5 británico, el Mosad israelí y el KGB soviético. El Foreign Office lo calificó como “triple agente”. Tuvo un funeral de Estado en Jerusalén: “Hizo más por Israel de lo que puedo decir”, afirmó el entonces primer ministro, Isaac Shamir.
Dos de los hijos de Maxwell, Ian y Kevin, fueron juzgados y absueltos por los fraudes del magnate difunto. A ella, que ordenó destruir los documentos privados de su padre, nadie la molestó. Se fue a Nueva York, una ciudad que conocía bien desde que su padre compró el diario local Daily News, y encontró rápidamente a otro magnate asombroso: Jeffrey Epstein.
Quien haya visto el documental Asquerosamente rico (Netflix) sabrá que la hija de Maxwell se ocupó durante años de conseguir adolescentes para el financiero neoyorquino, instruyéndolas en los pequeños pero importantes detalles (cómo masturbarle, cuáles eran las cremas adecuadas) y amenazándolas cuando intentaban huir, mientras ejercía como reina de la alta sociedad neoyorquina.
Epstein, como Maxwell, acabó cayendo. Fue detenido el 6 de julio de 2019. El 10 de agosto fue hallado muerto en su celda. Otra muerte misteriosa, aunque el juez dictaminara suicidio. Donald Trump aseguró que Bill Clinton, viejo amigo de Epstein, había encargado el asesinato.
Trump también era un viejo amigo de Epstein. Clinton y Trump, como el príncipe Andrés y muchos otros, chapotearon en la charca sexual de Epstein, un hombre al que ahora se acusa también de haber practicado el espionaje para Estados Unidos e Israel y de cometer chantajes de alto nivel. Lo interesante es que, como 30 años antes, nadie molestó a Ghislaine Maxwell, pese a los testimonios incriminatorios de decenas de víctimas del predador. No se sabe dónde está la misteriosa Ghislaine.
Dos hipótesis resultan verosímiles. Según la primera, Ghislaine Maxwell, que proclama su inocencia respecto a los delitos de Epstein, sería una mujer tan marcada por su padre que necesitó someterse a alguien que se le pareciera. Una esclava, en fin, de dos colosos infames.
Consideremos la segunda hipótesis: Ghislaine Maxwell mantiene los contactos de su padre y de su amante, guarda secretos muy comprometedores de personalidades muy poderosas, disfruta de la protección de algún servicio secreto (el Mosad israelí, por ejemplo) y es intocable.
Casos como los de Maxwell y Epstein permiten vislumbrar el ambiente sórdido en que se anudan la política, las finanzas y el espionaje. Una mujer, Ghislaine Maxwell, parece saberlo todo sobre ese ambiente. Pero la guardiana de los secretos se ha hecho invisible.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.