Duplicaciones discriminatorias
Los dobletes denuncian la desigualdad, y por eso se ciñen a determinadas palabras relativas a ella
La Constitución venezolana duplica cientos de términos: “Toda persona detenida tiene derecho a comunicarse de inmediato con sus familiares, abogado o abogada o persona de su confianza, y éstos o éstas, a su vez, tienen el derecho a ser informados o informadas…”. Y así sucesivamente. Sin embargo, apea de ese tratamiento a dos sustantivos. El primero, en el artículo 30: “El Estado procurará que los culpables reparen los daños causados”. (No se añade “y las culpables”). Y el segundo, en el artículo 94: “La ley determinará la responsabilidad que corresponda a la persona natural o jurídica en cuyo provecho se presta el servicio mediante intermediario o contratista”. (Se omite la mención a las intermediarias).
Ya se ve, pues, la distinta jerarquía de las palabras. Admiten duplicación “ciudadanos y ciudadanas”, “magistrados y magistradas”, “padres y madres”… Pero los dobletes desaparecen cuando el término implica mal rollo: los culpables, los intermediarios.
El lenguaje público en España venía manifestando asimismo ese doble rasero, como ya se comentó.
Por ejemplo, el portavoz parlamentario de ERC, Gabriel Rufián, frecuente duplicador, ironizaba el 18 de marzo, unos días antes de los confinamientos: “Todo el mundo tiene un cuñado médico que sabe qué hacer ante el coronavirus”. Muy bien, pero ¿dónde quedó la cuñada médica?
Del mismo modo, no se oye mucho “hay que acabar con los corruptos y las corruptas”, “subir los impuestos a los ricos y a las ricas”, “nos oprimen los poderosos y las poderosas”, “encontraremos al asesino o a la asesina”. Y se da una presión para decir “concejala” pero no ocurre igual con “criminala”.
En la crisis del coronavirus asistimos a un fenómeno similar. Quienes ocupan el espacio público se esmeran en decir “ciudadanos y ciudadanas”, “todos y todas”, “cada uno y cada una”; mientras se cuelan sin filtro “los más vulnerables”, “los hospitalizados”, “los infectados”, “los mayores”, “los fallecidos”, “los enfermos”…
Las duplicaciones, que conste, tienen un sentido (no nos busquen entre los antifeministas): intentan resaltar la desigualdad de las mujeres en el acceso a determinados escalones profesionales y sociales, y por eso se ciñen a las palabras relativas a ellos.
Quien acude a los dobletes en el discurso público nos está diciendo que comparte esa justa lucha. Agita una bandera a la que nos unimos. Por tanto, su uso moderado sería defendible.
Además, encajan en la tradición y en el sistema de la lengua (“señoras y señores”, “damas y caballeros”) y se encuentran lo mismo en el Mio Cid que en La Regenta, obra ésta donde la profesora Isabel Rubio contabilizó y estudió 13 casos de duplicaciones. (Lo femenino y lo masculino en La Regenta, 1999).
Y hasta se puede entender la mencionada visión popular del cuñado como ejemplo de metepatas, porque compensa en algo la que sufrió durante decenios la suegra como ejemplo de entrometida.
No obstante, todos sabemos (también quienes propugnan la guerra al genérico) que mantener los dobletes en una conversación requeriría de una concentración y una voluntad a prueba de bombas por parte de quien habla y, sobre todo, de quien escucha.
Las duplicaciones acarrean efectos secundarios. Al riesgo de discurso tedioso se suma ahora esta nueva diferencia de clases entre las palabras, que arroja al saco del proletariado a las más desvalidas y mantiene en la aristocracia del poder a las más prestigiosas.
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