Disponibles 24 horas, 7 días a la semana: cómo la presión por contestar inmediatamente a cualquier mensaje perjudica a nuestra vida (laboral y personal)
Las aplicaciones de mensajería imponen su ley. Para ser considerado un buen empleado, un buen hijo, un buen amigo, hay que contestar siempre al instante
Este artículo va a empezar con una confesión, que es también una disculpa y, de alguna manera, una mirada entre bastidores del propio texto. Cuando me disponía a escribirlo, pensé que sería interesante contar con la aportación de la psicóloga Jara Pérez, de Therapy Web, que siempre hace análisis agudos y perspicaces de fenómenos contemporáneos, conectando bien lo personal con lo sistémico. Tenía prisa para entregar el artículo, como siempre. Conseguí su teléfono y me dispuse a escribirle. Entonces, leí el mensaje que Pérez tiene fijado en su estado de WhatsApp: “Para temas laborales que no sean urgentes mejor el correo. Emoji del sobrecito con la flecha. Emoji de carita sonriente”. ¿Me frenó aquello? ¿Me paré por un minuto a pensar que eran las 13.45, una hora hasta hace poco consideraba inaceptable en España para las llamadas de trabajo, puesto que estaba catalogada como la hora de comer? No, en absoluto. Tenía prisa y quería mis declaraciones. Ignoré su mensaje y le escribí por WhatsApp. ¿Quién decide qué es y qué no es urgente?
Pérez, en efecto, estaba comiendo. Me contestó casi inmediatamente con un audio de voz —otro tipo de tecnología hasta hace poco circunscrito a las comunicaciones personales y ahora plenamente integrado al mundo laboral—, disculpándose por hablar con la boca llena. Quizá podía hablar conmigo en ese momento, si su paciente de las 14.00 se retrasaba. Si no, podía ofrecerme 15 minutos a las 17.00. “Dios mío, qué horror de vida”, escribió en el chat, acompañado del emoji agobiado al que le cae una gota de sudor por la cara.
En efecto: Díos mío, qué horror de vida.
¿Cómo hemos llegado a este punto, a esta total accesibilidad no solo para nuestros jefes y nuestras familias sino para completos desconocidos? ¿En qué momento se decidió que todo el mundo era un supermercado abierto las 24 horas y que la horquilla de tiempo considerada aceptable para responder un mensaje, cualquier tipo de mensaje, fuera de entre 0,5 segundos y un día?
En gran parte, la mensajería instantánea lo cambió todo. Como tantas otras funciones tecnológicas, nació en el ámbito de la seguridad del Estado: en 1971, el científico informático Murray Turoff desarrolló una manera de hablar en tiempo real entre dos ordenadores como parte de un sistema llamado EMISARI, dentro de la Oficina de Preparación de Emergencias, durante la presidencia Nixon. Los funcionarios de alto nivel dedicados a controlar la inflación y la subida de precios llamaban a ese nuevo juguete la Party Line y lo usaron hasta 1986.
Aún faltaban algunos años para que los teléfonos móviles se generalizasen, y los SMS primero y las aplicaciones de charla después acortasen lo que dos investigadoras californianas, Christine Beckmann y Melissa MacManian, han bautizado como la “espiral de expectativas”. En un artículo en The Atlantic, el periodista Joe Pinsker lo definía así: “Cuando un avance tecnológico hace posible una nueva funcionalidad, como responder al instante, hacer eso es una manera que adopta la gente para señalar cómo de dedicados son como trabajadores o como miembros de una familia. La lectura en negativo no tarda en llegar: no hacerlo, no responder al instante, pasa a significar que no son trabajadores ni amigos ni familiares dedicados”. Que no les importa, vaya.
Pérez —me cedió amablemente su único cuarto de hora libre del día— suele encontrarse con este tipo de cuadros en su consulta, “sobre todo entre la gente que trabaja como freelance”, dice. “Veo mucho dos tipos de conducta: la ansiedad y la culpa. Casos en los que la persona siente picos de ansiedad cuando da la vuelta al móvil y ve la cantidad de notificaciones pendientes que tiene, y la culpa si todas esas peticiones no se pueden atender en el tiempo deseado. Estamos siempre disponibles y cuando no lo estamos sentimos FOMO [miedo de sentirnos apartados, por sus siglas en inglés]. Que perdemos trabajos, que perdemos planes, que nos dejan de llamar, que nos devaluamos. Eso genera mucha culpa y es difícil salir de ahí”, señala. “Si yo soy mi propia marca, ¿qué imagen doy si no estoy disponible?”, se pregunta.
La paradoja, además, es que el móvil suele ser a la vez el problema y la solución. El resto de aplicaciones que anidan allí y que proporcionan alivios momentáneos y entretenimiento sirven como antídoto a la ansiedad de las notificaciones. “Estar en el teléfono te disocia mucho”, explica Pérez, “cuando haces scroll entras en un lapso en el que no hay espacio ni tiempo. A esto se le llama estímulos sin emoción. Al final necesitamos el móvil para disociar el estrés que genera el propio móvil”.
A Judit González (no es su nombre real), arquitecta de 38 años, una situación como las que describe la psicóloga la acabó llevando a dejar su trabajo en un despacho que de hecho presumía de prácticas laborales family-friendly, un trabajo que durante muchos años le resultó estimulante y satisfactorio. “Acabé teniendo fobia a mi propio teléfono. Le pedí a la gente de mi entorno, y todavía se lo pido, que si tenían un teléfono Samsung se cambiasen la melodía que viene por defecto. Todavía me altera. Si estoy en un sitio y suena un Samsung, me dan arritmias. Esa música me genera estrés. Vivía con pánico a que me sonase el teléfono, porque me sonaba todo el rato”. Una de sus funciones en su antiguo trabajo era coordinar equipos de obra externos, en distintas localizaciones. Continuamente surgían problemas y dudas, y casi el 100% de las veces recurrían a ella para resolverlos, sin importar la hora ni el día. De hecho, el sábado es un día habitual para las cuadrillas de obra y está estipulado como día en el que se conceden permisos en la mayoría de los municipios de España. De manera que muchas de esas consultas llegaban en sábado, y a menudo en festivo.
“Recuerdo un día de Navidad que se generó un pitote considerable. Yo estaba tomando un gin tonic con unos amigos y respondiendo llamadas de trabajo”, dice. WhatsApp, que en algunos ámbitos sigue vedado a los mensajes de trabajo, era para ella su vía de comunicación principal ¿Cómo se levantaban los edificios —y cómo funcionaba todo, de hecho— antes de que existieran las apps de mensajería instantánea? “En el caso de la construcción, los contratos eran mejores y el trabajo no era tan precario”, responde González, que traza una línea directa entre el empeoramiento de las condiciones de trabajo y las horas de guardia reales que se exigen a los empleados en muchos empleos.
Que los empresarios valoran más a los trabajadores que responden rápido no es una impresión. Dos investigadores israelíes, Yoram Kalman y Sheizaf Rafaeli hicieron un estudio comprobando cómo afectaba la velocidad de respuesta en la impresión que las empresas se hacen de hipotéticos empleados y su conclusión fue más o menos la que cualquiera podría deducir: que los jefes consideraban poco profesionales a los que no respondían inmediatamente. Más tarde, otros dos autores estadounidenses, Matthew Heston y Jeremy Birnholtz, llevaron a cabo otro trabajo en el que ampliaban el campo a las relaciones entre amigos. Se titula ¿Vale la pena esperar? El efecto de la receptividad en la atracción interpersonal entre conocidos allí se propusieron cuantificar científicamente “si no responder el mensaje de un amigo podría causar frustración o afectar potencialmente al deseo de alguien de quedar con otro y seguir siendo amigos, también conocido como atracción interpersonal”. Para eso hicieron simulacros de comunicaciones truncadas por Google Hangouts, iMessage y Facebook Messenger —era 2017 y aún existía este último—. Su principal conclusión es que sí, que retrasos de solo 10 segundos en la respuesta en un chat sí que afectan la atracción interpersonal incluso entre amigos.
Sin embargo, tardar en responder un mensaje personal no es siempre sinónimo de falta de interés, como sabe cualquiera que practique la espera intencionada en las aplicaciones de ligue para maximizar su capital erótico, una estrategia tradicional conocida como “hacerse el interesante”. O incluso con los amigos. “Me siento muy identificada con ese meme en el que aparecen dos círculos a modo de diagrama de Venn, uno con ‘gente que me gusta’, otro con ‘gente que no me gusta’ y en medio estaría yo, no respondiendo a los mensajes ni de los unos ni de los otros”, explica la periodista Analía Plaza. “Mi trabajo ya consiste en comunicarme con gente”. Lo mismo dice Patrizia di Filippo, que se encarga de gestionar la prensa en una editorial y, por tanto, también se gana la vida haciendo eso, contactar con gente todo el día: “Es que no me quedan fuerzas para comunicarme más después del trabajo. Necesito estar sola mentalmente al final del día”.
Los memes como el que cita Plaza, o los que hacen referencia a la cualidad sisífica del correo electrónico (intentar tener la bandeja de entrada a cero es una tarea solo apta para ninjas del control) se han hecho más ubicuos en los últimos años, en los que la generalización del teletrabajo ha desdibujado todavía más los límites entre la vida personal y la laboral. Slack, la aplicación de mensajería para empresas que fundó un exhippy y filósofo, pretendía acabar con la tiranía del correo, pero ha acabado llegando a la vida de mucha gente para añadir más ansiedad y conectividad. En el primer año de la pandemia, ya empezó a hablarse de la “fatiga de Slack”.
Ante ese desborde sistémico, y a pesar de intentos de legislar, como los que se han aprobado ya en Francia y Portugal, que pretenden garantizar el derecho de los empleados a no recibir mensajes de sus jefes fuera de horario laboral, la responsabilidad vuelve a recaer en el individuo, que busca las maneras de poner límites. “Eso siempre es interesante. En mi consulta soy más de analizar que de dar consejos, pero marcar fronteras siempre es bueno. De lo contrario, el móvil acaba formando parte de nuestro propio cuerpo” señala Pérez, que admite también que ella es incapaz de ponérselos, de hacer cosas tan sencillas como dejar el móvil en una bandeja boca abajo al llegar a casa.
Hay quien recomienda el método GRIP, diseñado por un experto holandés en productividad, Rick Pastoor, y que consiste entre otras cosas en dividir el día en bloques de 30 minutos y dedicar solo tres de ellos a responder mensajes. También se suele recomendar tener dos móviles separados, uno para ocio y otro para trabajo, aunque en la práctica las dos funciones acaban mezclándose. O programarse “horas tranquilas”, una función que permite por ejemplo la versión móvil de Teams, otra de esas aplicaciones que teóricamente nacieron para facilitar el trabajo y han acabado apareciéndose hasta en los sueños de quienes las padecen. Cuando se aplican este tipo de restricciones no se piensa solo en uno mismo, en practicar una especie de autocuidado digital, también en ser considerado con los demás. “Para mí, es clave cuidar las horas en las que el receptor va a tener el mensaje. Yo puedo decidir escribir a la hora que sea, pero desde hace años programo la hora de recepción. Mi desorden vital es mío, pero es una falta de respeto enviar correos y teams a según qué horas”, dice el sociólogo Fernando Garrido. Y si alguien tiene en su estado de WhatsApp “si no es urgente, mejor correo” quizá también habría que hacer caso.
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