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Francamente, querido
Columna
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El adiós a Terence Stamp

Desde su hierático magnetismo, Stamp redefinió en los años sesenta la belleza masculina

Elsa Fernández-Santos

El primer reportaje que Gay Talase escribió para Esquire se titulaba El señor malas noticias y estaba dedicado a Alden Whitman, el periodista que sin firmar había escrito durante décadas los obituarios de The New York Times y que convirtió este género periodístico en un peculiar y sutil arte literario. La lista de genios que pasaron por la pluma de Whitman es infinita, de Picasso a Mies van der Rohe. Whitman y su equipo elevaron así una tradición que forma parte del ritual de la prensa escrita: recordar una vida, despedirla con rigor y, entre líneas, con pasión.

Cuando Terence Stamp falleció a los 87 años el pasado 17 de agosto, la hazaña de uno de los actores británicos más relevantes de la segunda mitad del siglo XX — la mirada azul que definió la hermosa vanguardia del swinging London; el misterioso visitante de Teorema, de Pasolini; el inquietante y ensimismado joven de El coleccionista, de William Wyler, la divina Bernadette de Priscilla, reina del desierto—, quedó reducida en algunos titulares al papel más anecdótico de su carrera: el del General Zod en el Superman de Christopher Reeve.

De la misma manera que cuando murió Gene Hackman nadie —o casi nadie— tituló “Adiós a Lex Luthor”, en honor al otro villano de Superman, el lugar de Stamp en la historia del cine no debería quedarse en su película más popular e insignificante. Me temo que el intérprete británico fue víctima de la indolencia propia del ferragosto y del banal populismo cultural que define este tiempo, con su pleitesía al Hollywood de los superhéroes.

Desde su hierático magnetismo, Stamp redefinió en los años sesenta la belleza masculina. Sus orígenes de clase obrera le otorgaban una fuerza silenciosa. Nunca fue un galán al uso (quizá eso le apartó de sustituir a Sean Connery como agente 007) y poseía, como el personaje de Herman Melville de su primera película, Billy Budd, un aire aniñado y maldito. Pareja de la famosa modelo Jean Shrimpton, Stamp y otra de sus novias, la actriz Julie Christie, fueron los “Terry and Julie” de la canción Waterloo Sunset, de The Kinks. Al final de esa década, el actor se convertía en El Visitante de la (entonces) escandalosa Teorema, parábola sobre la decadencia burguesa ante la sociedad de consumo en la que Pasolini convirtió al actor inglés en un Cristo con aire de ángel exterminador, tan blasfemo como sagrado.

En 2005, me crucé con él en una tienda de Londres. Con sus increíbles ojos y la actitud más elegante posible, Stamp no llevaba gafas de sol ni gorra para ocultarse a los demás, como hacen tantas estrellas. Él no lo era, o no quería serlo, o se podía permitir el lujo de no serlo. No lo sé. En cualquier caso, parecía que comportarse así era su privilegio.

Stamp se movía con cortés naturalidad y ese aura ajena que desarrollan quienes se sienten siempre observados. Atractivo y sonriente, era imposible no imaginarlo como aquel joven guapo que tanto fascinó a Terenci Moix (después de ver Teorema, el escritor tomó prestado su nombre de pila), el de los versos de Waterloo Sunset: “Terry y Julie cruzan el río / Donde se sienten sanos y salvos / Y no necesitan amigos / Mientras ellos miren / La puesta de sol en Waterloo / están en el paraíso”.

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Sobre la firma

Elsa Fernández-Santos
Crítica de cine en EL PAÍS y columnista en ICON y SModa. Durante 25 años fue periodista cultural, especializada en cine, en este periódico. Colaboradora del Archivo Lafuente, para el que ha comisariado exposiciones, y del programa de La2 'Historia de Nuestro Cine'. Escribió un libro-entrevista con Manolo Blahnik y el relato ilustrado ‘La bombilla’
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