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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Díscolos endecasílobos o el más misterioso de los poetas renacentistas

Diego Hurtado de Mendoza fue diplomático, puede que espía y un poeta que merece la pena leer en tiempos convulsos

Carlos Primo
Fue diplomático y probablemente espía. Cuando Solimán el Magnífico quiso recompensarle, pidió seis baúles de manuscritos griegos.

Hace poco leí un artículo interesantísimo de Noelia Ramírez sobre la “burbuja amable”, esas películas o libros que proporcionan un poco de sana evasión en tiempos convulsos. Me puse a pensar en cuál podría ser mi “burbuja amable” y me di cuenta de que, de todos los libros que había en mi mesa, el que más me apetecía ponerme a leer era la Poesía completa de Diego Hurtado de Mendoza que acaba de editar J. Ignacio Díez para la editorial Cátedra. En plena escalada prebélica, con catástrofes climáticas y tech bros llevándonos al apocalipsis, mi deber ciudadano es estar informado sobre todo ello, pero cuando la ansiedad me invade me relaja mucho contar endecasílabos. Y, si son un poco petrarquistas, mejor que mejor.

Hurtado de Mendoza (1502-1575) fue un caballero renacentista que, más que una vida, vivió varias. Nació en el cuartel de la Alhambra, aprendió latín, griego, árabe y hebreo y, cuando Solimán el Magnífico quiso darle una recompensa, pidió seis baúles llenos de manuscritos griegos. Fue diplomático al servicio de Carlos V en Inglaterra e Italia, y probablemente espía. Tuvo varios reveses: primero fracasó en la defensa de Siena y le acusaron de haberse quedado con dinero ajeno. Después, ya en su vejez, cometió la torpeza de liarse a espadazos con un adversario ante la puerta del príncipe don Carlos, que estaba agonizando. Felipe II se lo tomó fatal y lo desterró a Granada. En eso no hemos cambiado tanto: al final, los fanfarrones acaban defenestrados por liarla en el momento equivocado. Luego, para resarcirse, legó su biblioteca al Monasterio de El Escorial.

Tuvo que ser un personaje curioso, toda una celebridad de su tiempo, uno de esos hombres temerarios que caen muy bien o muy mal. Uno de sus biógrafos, Baltasar de Zúñiga, lo describió como “hombre de grande estatura y feo de rostro”, cosa que no concuerda demasiado (lo de “feo”) con un retrato anónimo que hay en el Museo del Prado. El que hemos utilizado como base para ilustrar esta página, vestido de negro español, el color más lujoso del Renacimiento, es de Tiziano, pero no está claro que lo represente a él, algo en realidad muy apropiado para un hombre al que algunos consideran autor del Lazarillo de Tormes. Lo que sí escribió seguro fueron sonetos, fábulas, églogas, canciones y quintillas que ahora, en la estupenda edición del profesor Díez, se pueden leer como si se hubieran escrito ahora mismo. Leo en su soneto VII: “Veo venir el mal, no se huir; / escojo lo peor cuando es llegado; / cualquier tiempo me estorba la jornada”. Ni siquiera en los endecasílabos está uno a salvo de la actualidad.

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Sobre la firma

Carlos Primo
Redactor de ICON y ICON Design, donde coordina la redacción de moda, belleza y diseño. Escribe sobre cultura y estilo en EL PAÍS. Es Licenciado y Doctor en Periodismo por la UCM
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