Una dosis razonable de paz: la condición necesaria para escuchar nuestro propio ritmo
Durante la pandemia tuvimos tiempo de fantasear con vidas tranquilas pero, con el actual nivel de ruido y frustración posiblemente sea más útil el ejemplo de Armani: un hombre cuya capacidad de concentración es más fuerte que la falta de tranquilidad.
Últimamente hemos vuelto a hacer muchas de las cosas que hacíamos antes y, por momentos, todo parece normal. Normal-con-mascarilla, o normal-con-mascarilla-y-reservando-mesa-con-una-semana-de-antelación. Pero normal (incluso volvimos a dar los premios ICON, una cita que llevaba fuera de calendario desde 2019). El mes pasado cupo en mi animada agenda seudopospandémica un viaje a Barcelona: una rápida expedición de una noche para participar en una mesa redonda sobre Giorgio Armani, alguien por quien admito sentir rendida admiración. En el mini documental que Scorsese rodó sobre él en 1990 –Made in Milan, lo puede encontrar en YouTube–, narrado en primera persona por el propio diseñador, un elegantísimo Giorgio, impecablemente vestido de oscuro (“si quiero ir más elegante tal vez me pongo una corbata a rayas”), selecciona telas para un desfile. En cuestión de segundos le pasan un discreto cuadro ventana sobre un tono que parece ser caqui, lo rechaza por llamativo y coge otro imperceptiblemente distinto. Tan lejos, tan cerca. Saber qué es Armani, y sobre todo qué no lo es, implica entrar en una longitud de onda que solo se percibe imbuido de un ambiente, de un ritmo. Exige concentración. Leyendo viejos artículos sobre el diseñador, el New York Times lo retrata como un hombre dedicado a su oficio: siempre estaba trabajando y rara vez consentía abandonar Milán.
Un Giorgio anterior, Morandi, también distinguía entre diez mil tonos de marrón, pardo y gris. El pintor italiano, que murió en 1964 –diez años antes de que Armani fundara su firma–, pasó más de tres décadas trabajando en cuadros casi iguales: sencillos bodegones con botellas, jarroncitos y baratijas que compraba en mercadillos. Misma mesa, casi mismos objetos, pero en unos lienzos la pintura parece mantequilla y, en otros, los contornos se difuminan. Morandi pintaba en su modesto apartamento boloñés, donde vivía con sus dos hermanas solteras, como él, y llevaba una vida plácida y monótona. Su obra, ahora expuesta en la Fundación Mapfre de Madrid, permite sentir la gloria de la repetición, los matices y, ahora me repito yo, la concentración. En su libro Una vida tranquila, Coradino Vega dice sobre Morandi: “Parecía sentir una indiferencia natural respecto a la arrogancia y las imposiciones para crear según la época (...). Eligió su camino olvidándose de la moda, de la opinión ajena que se da por propia”.
Durante la pandemia tuvimos tiempo de fantasear con vidas tranquilas como la de Morandi pero, con el actual nivel de ruido y frustración, o de tensión entre lo que hacíamos, lo que hacemos y lo que no podemos volver a hacer igual, posiblemente sea más útil el ejemplo de Armani: un hombre cuya capacidad de concentración es más fuerte que la falta de tranquilidad. Muchos de los personajes que encontrará en este número avalan esta teoría. Desde nuestro hombre de portada, Gustavo Dudamel –el director de orquesta más aclamado del mundo–, para quien vivir entre París y Los Ángeles es una fuente de paz por la sencilla razón de que excluye viajar al resto del mundo, hasta Samantha Hudson, vedette de la nueva era y, en sus propias palabras, “la travesti más trabajada de España”. Seguimos muy anclados en el mito del artista polémico, testosterónico e innegociable, pero si dos personajes tan dispares como Hudson y Dudamel logran abstraerse del ruido, encontrar su silencio y distinguir su propia escala de marrones, sus admiradores solo tenemos que hacer una cosa: aprender.
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