Amigos gais de Tamara
En una suerte de esfuerzo mancomunado conseguimos alejar a Tamara del engañoso Íñigo Onieva. Ahora deberíamos repetir esfuerzo para alejarla de esa ideología odiosa que la rodea
Como se ha montado la de Dios, me han llamado del programa Sálvame para saber mi opinión sobre la participación de Tamara Falcó en una cumbre de familias ultracatólicas en México, un país en el que Benito Juárez separó la Iglesia del Estado y la apartó de la escuela pública, pero donde, sin embargo, goza de enorme influencia y poder divulgativo. A Sálvame les respondí que, si continuaban interesados, leyeran esta columna hoy.
Por si lo hacen, esto es lo que pienso: en una suerte de esfuerzo mancomunado conseguimos alejar a Tamara del engañoso Íñigo Onieva, algo que ella reconoció tanto en Madrid como en su polémica participación en la cumbre mexicana. Ahora deberíamos repetir esfuerzo para alejarla de esa ideología odiosa que la rodea. A esos santos radicales no les importa que le cuelguen el sambenito de homófoba; aunque ella lo niegue, ese discurso lo es. Les interesa su popularidad, su vestuario opusino, esos polvos metalizados extraterrestres en sus mejillas y, sobre todo, su declarada fe católica. Necesitan alimentar esta publicidad, el ámbito laboral de Tamara, para mantener su campaña evangelizadora. No es mi estilo sermonear, pero, si tuviera que decirle lo que pienso, sugeriría un alejamiento de las malas compañías y quizás una disculpa explícita. Puedes ser buen católico sin convertirte en ultra.
Felizmente, me ha alegrado confirmar lo alejados de estas proclamas ultrarreligiosas que estamos como sociedad y puedo compartir muchos de los comentarios que se han hecho en los medios. Porque un mensaje así merece una respuesta. El mal del que habla Tamara es una quimera.
Ahora voy a hablar de mí, sin señalar a nadie. Aunque he recibido insultos y miradas de desprecio, tengo la suerte de nunca haberme visto rechazado como gay en mi vida profesional o familiar. Mis padres estuvieron casados y junto a nosotros más de 50 años y tengo pruebas muy evidentes de que no les afectó mucho mi homosexualidad, ni mi aparatosa personalidad narcisista, en su felicidad y matrimonio. Además, mi marido siempre me ha reconocido, entre risas, la inteligencia, o al menos el pragmatismo, de saber transformar una patología así en una fuente de ingresos. Mi vida profesional ha ganado impulso, precisamente, gracias al uso de mi propio amaneramiento, algo que también me generó críticas feroces y polémicas que gestioné en vivo y en directo, con la participación aliada, ventajosa y vertiginosa de mis compañeros de televisión. Siempre defiendo mi pluma como herramienta de comunicación y entiendo que ser gay es un don, un universo, quizás hasta una fe con la que aprender a amar y a ser mejor. Las veces que he visto el mal de cerca, venía cubierto por algún velo, sotana o chaqueta militar, jamás desnudo, envuelto en plumas o en maillot de danza.
Una de mis mejores decisiones como joven gay fue buscar referentes. Para mí la lista, el santoral, es extensa y variada. Mark Twain, Tchaikovski, Raffaella Carrà y Terenci Moix, Oscar Wilde, sobre quien acabo de publicar un libro para que los niños puedan descubrirlo, igual que hice yo a mis 10 años en Caracas, gracias a El fantasma de Canterville. Podría seguir con directores de cine como Almodóvar y Fassbinder, que tanto me asombró por manifestarse abiertamente, sin excusas y planteando películas que hablaban de los conflictos más ásperos e íntimos. Actores como Rock Hudson, guapísimo, ídolo viril al que Hollywood obligó a ocultarse, porque en aquella época su sexualidad no estaba “bien vista”, sin embargo, la dolorosa y agónica declaración de su homosexualidad, consiguió toda la atención mediática sobre el sida. Todas estas santas figuras, todas esas luchas y martirios han fortalecido tanto mi fe en las personas como mi libertad. Que para mí son una sola: mi religión.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.