Borrón y cuenta nueva
El primer discurso de Carlos III fue predecible e impecable, vestido como solo él puede y sabe hacer, proyectando su mirada azul hacia lo que tanto ha esperado y que ahora se abre ante él, su reinado. Después aparecieron los tinteros y las estilográficas y afloró su mal carácter orgánico
La sobreexcitación de estos días de luto y vigilia puede que esté provocando una cierta sensación de hartazgo por asistir a un proceso de beatificación tan exhaustivo. En este aparatoso y largo final, ¿hay algo de escapismo? No sé, pero de lo más ocurrente que he oído sobre la reina Isabel lo dijo mi compañera Luz Sánchez-Mellado en el debate de Lazos de Sangre del miércoles en TVE. “Pudo ser muy buena reina, la mejor, no cometió ningún error. Pero no fue igual como madre”. Por un momento, pensé que planteaba el problema siempre pendiente de la conciliación, pero, pocas horas más tarde, matizaba el tema con un aristócrata, Cayetano Martínez de Irujo, que también participó en el programa y él me reconocía que su propia madre, la duquesa de Alba, entendió su vida como una entrega a la custodia de la casa de Alba, algo que, en muchas ocasiones, prevaleció por encima de lo que de ella esperaban sus propios familiares.
Junto con sus familiares, el próximo martes iniciaremos la cuenta atrás para la coronación del hijo de Isabel II, Carlos III. Él se ha esforzado, se puede decir así, para que lo veamos capaz de reinar. Aunque está asumido que siente alergia o intolerancia tanto por las situaciones novedosas como por los desconocidos, lo primero que hizo como rey fue acercarse a las multitudes agolpadas frente a su casa, el palacio de Buckingham, y allí, en un tibio baño de masas, estrechó sus manos y olió sus olores, emulando lo que hacía su primera esposa, Diana, pionera y visionaria, en aquellas giras promocionales que a él le ofuscaban tanto porque escuchaba de cerca y con más intensidad el nombre de ella que el suyo propio. Diana conserva seguidores en todas partes (aunque en Buckingham, quizás no). Por ejemplo, en la revista Lecturas, donde Terelu Campos asegura, posicionándose con desparpajo: “Siempre he sido más de Diana que de Camila”.
Después, en su primer discurso, Carlos III estuvo predecible e impecable, vestido como solo él puede y sabe hacer, mirando hacia la cámara con la suficiente profundidad, proyectando su mirada azul hacia lo que tanto ha esperado y que ahora se abre ante él, su reinado. Todo eso estuvo bien, hasta que en esa mirada aparecieron los tinteros, las estilográficas y afloró su mal carácter orgánico. El nuevo rey enseñó, irascible, sus dientes. Un borrón. Puedo reconocer que yo no siempre encauzo bien mis pequeñas frustraciones, esas derivadas de la ansiedad o de la torpeza. En esos momentos el estilo se va al garete y las redes sociales los celebran viralizándolos. Eso es lo que el PP llamaría tasa y que el PSOE llamaría impuesto, por disfrutar de una celebridad y una herencia de esa envergadura.
En esta semana de marchas y despedidas, Federer, rey del tenis, se retira con esa elegancia innata que lo acercó al tenis, un deporte diseñado para transformar el estilo en esfuerzo y el sudor en éxito. Consiguió diferenciarse de cualquier otro deportista de élite. Una vez, en Madrid y asistiendo a un torneo en la Caja Mágica, asombrados de su industrial vulgaridad como espacio, Ana García-Siñeriz y yo lo vimos pasar muy cerca. Siñeriz murmuró su nombre, como un mantra, como una plegaria desatendida. “Federer”, escuché y la vi cambiar, transformarse. Él no llegó a escuchar el susurro y continuó, dejándonos su estela. Silencioso, alto, felino. Ana repitió, aún más bajo, “Federer”, mientras pensaba: “¡Eso es lo maravilloso de ser un símbolo! Te conviertes en un susurro y un recuerdo. Una sombra que camina, un aire que se aparta”. Quizás este tipo de conclusiones ayudaban a Isabel II a ser reina entre las reinas y a conciliar su poca eficacia como madre con las aparatosas exigencias monárquicas. Borrón y cuenta nueva.
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