Está bien que el presidente dé ejemplo y se desprenda de su corbata y que el Rey le acompañe en la gesta durante el almuerzo. En vez de ridiculizar la medida, busquemos alternativas. Ampliemos miras y revisemos nuestros armarios
En la batalla, han salido a la luz todos nuestros eternos conflictos con el estilo, el buen vestir y el clima. Está bien que el presidente dé ejemplo y se desprenda de su corbata y que el Rey le acompañe en la gesta durante el almuerzo. En vez de ridiculizar la medida, busquemos alternativas. Ampliemos miras y revisemos nuestros armarios, que hay mucho dentro. Probemos con corbatas y trajes que cubran menos y hechos con tejidos más livianos. Nudos menos agobiantes. Eso sería realpolitik. ¿Por qué no recuperar el abanico corto de varón, tan presente en los toros? Que se despliega con un gesto seco, sobrio y se agita una sola vez, sin nervios para que no fastidie virilidad alguna. Hagamos lo mismo con el sombrero y su sombra: de ala justa, materiales nobles y sostenibles. Y llamarlo sombrero y no gorro. ¿Cómo vamos a seguir vistiendo de oscuro en bodas a 45 grados a la sombra, con calzado negro y calcetines, existiendo el gris perla y el rosa palo? Y, si las bodas son ya una celebración desacomplejada del orgullo heterosexual, ¿por qué no recurrir a unas bermudas, buenas sandalias y pedicura profesional? La chilaba resulta inconveniente porque está demonizada. Pero podríamos acortarla y encontraríamos la guayabera, que García Márquez ennobleció al vestirla para recoger su Nobel de Literatura. Aceptemos, pues, la propuesta del alcalde de Málaga, la ciudad de Marisol y Antonio Banderas, para usarla en los jaleos oficiales.
La guayabera, como el churrigueresco, es uno de esos raros aportes del colonialismo, de la mezcla de culturas. Y, desde su origen, en el españolísimo océano Pacífico, se ideó como una especie de camisa-joya, capaz de ir de un pícnic a un palacio. Del campo de caña al salón señorial. Viste al campesino y alivia al terrateniente. No tiene por qué ser blanca, puede ser marfil o almendrada. Y no le sienta mal el color, siempre y cuando no se exagere el pastel con lo tropical.
Algo que nos pasa mucho en los países latinos. También es producto de vivir con tantísimo sol. Los colores son tan nítidos, evidentes en nuestra cotidianidad, que a veces preferimos que sean adoctrinados por ideologías. Cada color tiene una variante, así como hay naranja, existe el papaya. Y como no hay salmón, hay coral. Rosa chicle y rosa palo, siempre hay declinaciones dentro de cada color. No todo es verde, también hay lima. ¡Bien hallado sea Brad Pitt! El actor este verano ha abrazado el color ácido y lo pasea por el mundo entero promocionando su nueva película. Eso sí que es una verdadera demostración de política para adultos y de apoyo a la sostenibilidad: aislar al color de la mediocridad. Por más que se empleen en banderas, los colores son libres.
Una vez que descubres la guayabera, esa diversidad amplía horizontes y puedes llegar a conocer la existencia del polo fino de manga larga, que no solo estiliza sino que aporta pulcritud y orden, ingredientes esenciales para cualquier política de adultos. Cada vez que llega el verano, y se plantean todos estos dilemas de estilo, buen vestir y relajación obligada por las temperaturas, recuerdo a los dos hombres más elegantes que he conocido, Leopoldo Rodés y Reinaldo Herrera, que siempre me recomendaron huir de la manga corta. Y de la sudadera, que es muy de Silicon Valley. Por su parte, Herrera siempre insiste en que, al menos para cenar, es preferible vestir chaqueta. Y nunca quitártela para colgarla en el respaldo de la silla. Reglas de elegancia y vestir. Estilo. Eso para mí es política para adultos.
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