Oscar 2021: el acierto de ser uno mismo en la alfombra roja
La manida elegancia cede protagonismo a la individualidad, y los premios de la Academia de Hollywood ganan así en autenticidad y capacidad de sorpresa
El atuendo debe ser “inspirador y aspiracional, no casual”. La carta que la Academia del Cine estadounidense envió a los 170 invitados a los premios Oscar 2021 lo dejaba claro. Y los destinatarios demostraron comprensión lectora y sentido del espectáculo. Al fin y al cabo, la moda es un elemento fundamental de la gala y es tratada como tal por organizadores y participantes: no solo ayuda a convertir el espectáculo en lo que es, sino que tiene la facultad de hacer soñar, de transmitir esperanza, a una audiencia global azotada por la pandemia: hay vida más allá del chándal. Y puede que, vacunación mediante, la haya más allá de la mascarilla, desaparecida intencionalmente de una alfombra roja presencial donde la ropa fue también mensaje.
Muchas mujeres la utilizaron en esta 93ª edición para expresarse a sí mismas, ya sea Chloé Zhao con sus deportivas blancas, Regina King orgullosa en su monumental Louis Vuitton, Glenn Close con su discreto e infalible Armani Privé o Frances McDormand luciendo canas (y con mascarilla en la gala). La manida elegancia cedió protagonismo a la individualidad, y esta extraña alfombra roja salpicada de actuaciones musicales ganó así en autenticidad y capacidad de sorpresa, dos cualidades de las que no anda sobrada.
Carey Mulligan decidió conjurar uno de los colores científicamente menos favorecedores del mundo —el bronce— para convertirse ella misma en una estatuilla andante de la mano de Valentino. El mismo tono fue escogido por Andra Day, de Vera Wang. Esta categoría de mujeres sin miedo a llamar la atención pero con pavor a aburrir se completa con King, que puso toda la carne en el asador con su escultórico diseño metalizado de Louis Vuitton; Laura Dern, con un Oscar de la Renta de 2020 rematado con una impresionante falda de plumas, que recordaba —lejanamente— al mítico traje cisne que Bjork llevó en 2001; y Zendaya con un palabra de honor amarillo de Valentino, una de las marcas con más presencia en esta edición de los Oscar.
Pese a todo —o mejor dicho, por todo lo que está pasando—, el tono general resultó más contenido de lo habitual. La directora de Nomandland y ganadora de la estatuilla Chloé Zhao se calzó unas deportivas blancas y apareció casi sin maquillaje y con el pelo recogido en unas sencillas trenzas. La directora y actriz Emerald Fennell lució un vestido de estampado floral de Gucci que podría haber llevado la propia Camilla Parker Bowles, a la que da vida en The Crown. La cantautora Tiara Thomas optó por un traje blanco de Jovana Louis, de origen haitiano, demostrando que, si se quiere, la elección de vestuario puede tener una intención más allá de la estética. Viola Davis coincidió en el color con su Alexander McQueen brocado. Y Margot Robbie llevó una pieza con bordados metalizados de Chanel. Ninguna sorpresa, ya que la actriz y productora es embajadora de la firma francesa.
Las alfombras rojas son una herramienta de marketing fundamental para la industria del lujo. Y en un año sin prácticamente entregas de premios presenciales —ni desfiles físicos— se ha visto obligada a reinventar su modus operandi. Desde hace décadas, este rentable matrimonio entre moda y cine funcionaba así: las marcas visten a los participantes (vía contrato promocional o por sincera afinidad estética) y consiguen reforzar su imagen y su halo de glamur ante sus astronómicas audiencias —23,6 millones en la última edición—, además de frente a todos aquellos que consumen posteriormente información sobre la gala.
No hay en el mundo pasarela que tenga semejante calado y repercusión. Quién no recuerda el Valentino negro con el que Julia Roberts recogió su galardón o el Ralph Lauren azul que vistió Penélope Cruz para entregar el suyo a Pedro Almodóvar. Por eso, la alfombra roja se gestiona como el negocio que es. Y cuando los actores y actrices no pueden caminar sobre ella como en el caso de los Globos de Oro, alimentan sus redes sociales con vídeos y fotos donde los diseños son protagonistas; un contenido en ocasiones más rico y cualitativo que los breves segundos en los que son captados antes de entrar a la gala, pero que no posee, ni remotamente, la misma capacidad para calar en el imaginario colectivo. Porque aunque Laura Pausini colgase en Instagram imágenes de su cuasimonacal Valentino negro, el impacto de verla sobre la alfombra de Los Ángeles resultaba incomparable.
En esta edición de los Oscar se combinan los dos formatos y solo los análisis posteriores dirán si seguirán conviviendo en el futuro cuando vuelva a ser posible abrazarse sobre la alfombra roja. Mientras se procesan datos, tweets y likes; la lógica dicta que elegir un traje rosa fucsia con cristales bordados como Colman Domingo o uno dorado de Brioni como Leslie Odom es una fórmula tan vieja como eficaz de resultar memorable.
También lo hubiera sido lucir un diseño de Alber Elbaz, el admirado diseñador francés que fallecía el mismo día de la gala y que tan buenos momentos ha dado a la alfombra roja vistiendo a Natalie Portman (2005), Meryl Streep (2012, 2015), Nicole Kidman (2012) y a Tilda Swinton en varias ocasiones. Una oportunidad perdida para convertir la moda, esta vez, en un mensaje de respeto y agradecimiento.
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