Confinadas con el agresor

La doble pandemia de las víctimas de violencia de género en México

“Trató de matarme a mí, también trató de matar al niño”
“No quiero acabar en un lote baldío muerta”
“La última vez, mientras me golpeaba con la almohada sobre la cabeza, sentí que me asfixiaba”
“Línea sin violencia, buenas tardes” (respuesta de la línea del gobierno)

Confinadas con su agresor

La doble pandemia de las víctimas de violencia de género en México

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El primer madrazo no lo recibieron durante el confinamiento. Las amenazas de muerte tampoco. El encierro que ha provocado la pandemia solo puso un límite más a una posibilidad de huida temporal, de pedir ayuda a un familiar, de conseguir justicia. Y en medio de una pandemia que ha paralizado el mundo, sus vidas se han congelado en el infierno de sus casas. Atrapadas con un agresor cada día más tenso, más peligroso, la violencia machista que sufren no se puede detener. Mata a 10 mujeres al día en circunstancias normales. Y la mayoría sabe los riesgos de quedarse ahí después del primer golpe.

En un país donde casi nueve de cada 10 mujeres no denuncia violencia de género, las medidas de distanciamiento social y cuarentena de algunos servicios públicos para combatir a otro enemigo, el virus, han cercado más la posibilidad remota de escape a la vez que las ha puesto en un riesgo mayor. Frente a las declaraciones del presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, minimizando el terror que viven todas ellas, muchas han hecho frente al aislamiento y han buscado ayuda en organizaciones, redes de apoyo o llamadas al 911 para denunciar malos tratos y amenazas de muerte por parte de sus parejas. Pero, con la justicia también en cuarentena, se han encontrado con más obstáculos de los habituales.

EL PAÍS presenta las historias de algunas mexicanas para las que quedarse en casa no ha sido una opción segura. Como Liliana, una joven de la etnia wirrárika de Jalisco que apareció ahorcada de un árbol delante de su vivienda, en un feminicidio que tuvo como testigo a su hija de tres años; Carla (nombre ficticio para proteger su identidad), que denunció a su pareja durante la cuarentena porque no quería “acabar en un lote baldío muerta”; María (también ficticio por el mismo motivo), que recurrió a un refugio porque no podía aguantar más los malos tratos y abusos de su marido; o Greta, que se cansó del “nadie te va a creer” y denunció a su exesposo que la secuestró, violó y torturó durante seis meses y ahora, por la pandemia, se ha quedado sin los escoltas que le habían asignado para protegerla.

Todas ellas son víctimas de lo que Naciones Unidas ha denominado una “pandemia a la sombra”, una realidad por la que millones de mujeres de todo el mundo están viviendo en la oscuridad la violencia de sus parejas durante el confinamiento y que ha provocado un aumento en las peticiones de auxilio a nivel global en medio de la crisis del coronavirus.

En el caso de México, lo que ha hecho la pandemia, según las expertas, es visibilizar un problema estructural que ningún gobierno ha podido resolver. Por eso, quienes denuncian tienen dos miedos: que sus exparejas vuelvan para atacarlas; pero también le temen a un sistema de justicia inerte, en el que sus denuncias navegan con lentitud y que históricamente las ha invisibilizado.

Desde dentro de un refugio

En el refugio donde ha tenido que esconderse con sus hijos por la violencia a la que ha sido sometida por parte de su marido, María comparte su testimonio con la voz distorsionada a través de la psicóloga que la trata. No quiere que se sepa su nombre real ni dónde está exactamente por miedo, pero está determinada a ayudar a otras mujeres como ella para que consigan salir: “No tienen que aguantar”, les recomienda.

María llevaba tiempo siendo víctima de violencia física, emocional y de violaciones por parte de su marido, pero la pandemia y la reclusión empeoraron las cosas. La última vez que la agredió, cuando los dos estaban confinados en casa, sintió que la iba a asfixiar con una almohada. Ese episodio le hizo reunir el valor suficiente para escapar con sus hijos y buscar ayuda. Aunque no se atrevió a denunciar por temor, en la Red Nacional de Refugios la atendieron sin necesidad de que interpusiera una demanda.

Desde que el 17 de marzo lanzó la campaña ‘Aislamiento sin violencia, no estás sola’ y hasta el mes de mayo, la Red Nacional de Refugios vio un incremento del 80% en los mensajes y llamadas de auxilio de mujeres, según explica Wendy Figueroa, directora general de esa organización civil que cuenta con 69 centros de atención a víctimas de violencia de género en 21 estados del país. “Durante este tiempo, solamente en la línea telefónica y en las redes sociales, hemos atendido a más de 4.500 personas”, apunta. Además, Figueroa asegura que “la mayoría” de los refugios de la red están al 80% de la capacidad e incluso hay algunos que están repletos, por lo que han tenido que transferir a mujeres a albergues de otros Estados.

El sistema judicial, en cuarentena

En general, los indicadores de alerta de violencia de género se han incrementado este año respecto a los anteriores coincidiendo con los meses de cuarentena, según muestran las estadísticas oficiales. Sin embargo, en abril y mayo se vio un descenso en el número de denuncias, algo que las organizaciones de mujeres achacan a la falta de atención de las autoridades a estos casos en medio de la pandemia de coronavirus. “Tanto fiscalías como poder judicial suspendieron actividades dentro de la contingencia y en esta suspensión no necesariamente tomaron en cuenta las necesidades de las mujeres víctimas de violencia de género”, explica Ana Pecova, directora de la organización Equis Justicia para las Mujeres. “Con la excusa de la covid, dicen que no tienen capacidad de responder y las están dejando en una desprotección total”.

Como sucede con las cifras de la pandemia, las organizaciones de mujeres intuyen que los casos de violencia de género son muchos más de los que se reportan. Las que se atreven a denunciar son solo una fracción de las que sufren violencia. Y ahora, al temor a contraer la enfermedad si salen a denunciar, se le suman obstáculos como el impacto económico que han sufrido muchas de ellas. Al estar más representadas en el sector informal, la crisis generada por la covid-19 les ha golpeado más fuerte y eso hace que algunas se mantengan con sus agresores porque, sin ellos, no saben cómo saldrían adelante ellas y sus hijos. Aún así, por ejemplo, en la Ciudad de México durante la cuarentena casi se duplicaron la llamadas a la Línea de la Mujer de las trabajadoras del hogar no renumeradas respecto a las mismas cifras el año pasado.

Quienes se atreven a denunciar se encuentran con las trabas de un sistema judicial funcionando a medio gas por la pandemia y con obstáculos que van desde juzgados cerrados a que no las dejen entrar con sus abogadas para controlar el flujo de personas en edificios públicos, unas restricciones que han afectado también a quienes ya tenían protección. Ese es el caso de Greta, una mujer de 43 años de Yucatán que, tras sobrevivir más de seis meses de secuestro y torturas por parte de su exmarido, logró escapar y denunciar. Con su agresor todavía libre, la cuarentena la dejó más vulnerable.

GRETA

A Greta Corona, de 43 años, su exmarido la tuvo amarrada a una silla y encerrada en un cuarto seis meses, de abril a septiembre de 2018, según denunció ante las autoridades hace dos años cuando logró escapar. Esta mujer esbelta llegó a pesar 39 kilos y un día su expareja le propinó un golpe tan severo en la cabeza que sufrió un microinfarto cerebral y durante gran parte de ese tiempo secuestrada no podía hablar ni para pedir ayuda. “Había entrado en un estado de pánico. Podía ver, escuchar, pero no me podía mover ni podía gritar. Yo parecía un maniquí cuando él me pegaba, cuando me violaba”, relata en una videollamada con este diario.

Todo comenzó el día en que decidió, después de 13 años de violencia psicológica y económica, separarse de él. Unos vídeos de cámaras de seguridad de su casa de Mérida (en Yucatán) registraron la tortura a la que se enfrentaba esta mujer y su hijo de 11 años cada día, testigo en todo momento del infierno de su madre. “Me amarró de pies y manos. Me colgaba de una escalera y me violaba. Yo no hacía nada. Muchas veces sentí que no existía, que estaba muerta”, relata.

Las pruebas de los vídeos de seguridad no han sido suficiente. Tampoco los informes psicoforenses ni médicos, ni las amenazas que ha recibido desde que lo denunció por intento de feminicidio. Después de dos años, su exmarido sigue libre. “Yo te cuido, mamá. Pero cuídame tú también”, le susurraba entonces al oído su hijo.

Desde hacía poco más de un año, un guardia custodiaba la casa donde se esconden para que su agresor no se acercara a ellos, la única protección que le habían proporcionado las autoridades en estos dos años de batalla legal. Con la pandemia, el Gobierno de Yucatán (en el sureste mexicano) determinó en una orden emitida el 30 de marzo que, entre sus “ajustes” de personal por la covid-19, se incluía la retirada de estos custodios a víctimas de violencia de género. “Lo que más me duele es que cuando me dijo que nadie me iba a creer, tenía razón”. Greta ha quedado desprotegida. Su expareja sabe dónde está. Ella lo único que pide es que alguien evite que los asesinen.

Según el informe (Des)Protección Judicial en tiempos de covid-19 de la organización Equis Justicia para las Mujeres, de los 32 poderes judiciales, uno por cada estado, sólo siete contemplaron en su plan de contingencia por coronavirus mantener las órdenes de protección en materia penal, el mismo número de entidades federativas que establecieron guardias de jueces para la emisión de medidas de protección familiar.

LILIANA

La pandemia del coronavirus no frenó la lucha de la familia de Liliana, una mujer de la etnia wirrárika, en busca de justicia. Después de que su cuerpo apareciera colgado en un árbol, las autoridades consideraron su muerte un suicidio, pero organizaciones de derechos humanos de la zona consiguieron reabrir el caso, que tuvo como testigo principal a la hija del agresor y la víctima. Ella lo vio todo.

—Mi papá mató a mi mamá y la colgó en el árbol de atrás.

La única testigo de lo que sucedió en un pueblo indígena de Jalisco tiene tres años. Mientras juega con unas marionetas frente a la psicóloga, escenifica con la inocencia de una niña a través de una marioneta el terror que se vivía en su casa. “Mi mamá estaba así, acostada y le salía saliva de la boca”, se lee en su declaración. Liliana, de 20 años, fue asesinada y ahorcada en una comunidad wirrárika el pasado 3 de marzo, donde pocos hablan español y donde el acceso a la justicia en general es escaso. Las mujeres son el último eslabón de la extensa cadena de prioridades que impone el hambre y la miseria.

El caso se reabrió unas semanas después con la ayuda de una asesoría legal de estas organizaciones y un forense decretó que había sido asesinato. Porque en mitad de una pandemia, con la comunidad cerrada y con una retahíla de irregularidades que han detectado los organismos de derechos humanos que llevan el caso —entre ellas, la ausencia de un traductor oficial—, el Ministerio Público dio carpetazo enseguida: había sido un suicidio. Estos mismos organismos detectaron, al revisar el expediente, que ni siquiera se le había realizado una autopsia, como manda el protocolo de protección a víctimas de feminicidio.

El cuerpo de Liliana amaneció suspendido por una bufanda de un árbol de durazno en la parte trasera de la casa en la que vivía con su marido desde hacía cuatro años. Se conocieron en la secundaria, iban a la misma clase, y se casaron cuando ella apenas tenía 16 años. Algunos testigos del caso, allegados a la víctima, declararon haber presenciado escenas machistas y agresivas por parte de su pareja. Nadie dudó el día de su funeral, durante un rito wirrárika para despedirse del ser querido, de que él la había matado.

El caso de Liliana fue reabierto después de que el Ministerio Público lo cerrara asegurando que esta se había suicidado. En la nueva investigación, esta vez por feminicidio, la única testigo de lo ocurrido, su hija de tres años, fue entrevistada por una psicóloga y en compañía de una trabajadora social.

La psicóloga le dice a la niña que imagine que unas marionetas con las que está jugando son sus padres. “¿Cómo se trataban ellos?”, le pregunta. La niña los toma y los pone de frente. La psicóloga le pregunta qué hacían cuando se trataban así. La niña responde: “Se pegaban a veces fuerte, a veces poquito”.

“Mi papá mató a mi mamá y la colgó en el árbol de atrás”, contesta la menor a la psicóloga. Entonces ambas se dirigen hacia la parte de atrás de la casa y la niña señala el árbol donde apareció asesinada Liliana.

La psicóloga le pregunta a la niña qué pasó con su papá. “No está aquí, mató a mi mamá y se fue”, dice.

Las autoridades que recogieron el cuerpo no tomaron en cuenta ni la bufanda con la que presuntamente el agresor la había asfixiado momentos antes, ni las marcas en el suelo de tierra que mostraban cómo había podido ser arrastrada hasta el árbol ni los testimonios. El exmarido está detenido, pero todavía no hay una sentencia.

Si en México hay un rincón donde la impunidad de la violencia contra la mujer campa con más indolencia si cabe, es en las comunidades indígenas. El acceso a la justicia para los pueblos acogidos al sistema de usos y costumbres es todavía más remoto, el racismo al que son sometidos sus habitantes por parte de las instituciones ha sido motivo de decenas de quejas en organismos de derechos humanos. Y de lo que sufren ellas no hay cifras reales. El mismo agente investigador que indaga sobre el robo de una cabra, atiende un caso de violencia machista, sin preparación ni noción de los protocolos que se deben seguir.

Unas semanas después del asesinato de Liliana, en una comunidad vecina, otra mujer falleció. Misma conclusión de la Fiscalía: suicidio —según el expediente al que ha tenido acceso este diario—. Ella misma había ingerido un raticida, se lee en la versión oficial, poco después de haber estado escuchando un corrido. Su marido estaba en casa con ella. Nadie sospechó de él. El pueblo, también indígena, se encuentra aislado por la pandemia. El caso de Liliana es solo la punta del iceberg.

El coronavirus ha puesto la lupa sobre una falla estructural que México arrastra históricamente y que ningún gobierno ha podido resolver: las violencias cotidianas que sufren las mujeres y que tienden a pasar desapercibidas. “La covid-19 evidenció lo que era no visto. La violencia que hay en la casa es una violencia que siempre ha existido, pero el hecho de estar en confinamiento y el estar conviviendo día a día ha empezado a visibilizar lo que está pasando”, señala Wendy Figueroa, de la Red Nacional de Refugios.

“México está en un contexto de violencia generalizada y las mujeres no hemos sido inmunes a eso”, dice por su parte Ana Pecova, de Equis Justicia. “Desde 2007 aproximadamente se ve un cambio dramático en el tipo de violencia que enfrentamos las mujeres: empiezan a matar a más mujeres en la calle, con armas de fuego y con patrones que antes se daban solo con hombres. Pero la violencia familiar es una constante. Incluso si miras en estados que no tienen altos índices de violencia como Yucatán y Aguascalientes, la violencia familiar es alta y constante y no la hemos podido disminuir”.

Según los datos más recientes del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), en México, casi la mitad (el 43.9%) de las mujeres mayores de 15 años asegura haber sido agredida alguna vez en su vida por su pareja. Además, entre 2000 y 2018, el 32% de las mujeres asesinadas murieron en sus propias viviendas.

Las declaraciones del presidente Andrés Manuel López Obrador el pasado mayo en plena cuarentena en las que parecía minimizar la violencia de género indignaron a las organizaciones feministas y a las propias víctimas. En una de sus ruedas de prensa diarias, el mandatario aseguró que la inmensa mayoría de las llamadas recibidas en el 911 por violencia de género durante la cuarentena eran falsas y rechazó que el confinamiento hubiera provocado un incremento en el maltrato en el hogar: “La familia mexicana es distinta a la europea, a la estadounidense. Nosotros estamos acostumbrados a convivir, a estar juntos. En las casas mexicanas están hijos, nueras, nietos en una convivencia en armonía”, afirmó. Pero quienes lidian con el problema en México dicen que tienen otros datos y que están recibiendo más peticiones de ayuda que nunca.

En el vídeo, Wendy Figueroa, de la Red Nacional de Albergues, y Ana Pecova, de la organización Equis Justicia para las mujeres, responden a las declaraciones de López Obrador

El 8 y 9 de marzo, 20 días antes de que el gobierno de López Obrador endureciera su discurso respecto al coronavirus e instara a la población a quedarse en casa, el país vivió unas protestas históricas por las que millones de mexicanas salieron a las calles a exigir igualdad de oportunidades y el fin de la violencia de género. Fue, en palabras de Wendy Figueroa, un “despertar de conciencias para muchas mujeres” que cada vez son más conscientes de los problemas que sufren por su género y se unen para enfrentarlos. El presidente, por su parte, ha reducido al movimiento que crece con fuerza como una reivindicación propia de la oposición, lo ha considerado erróneamente su enemigo y la tragedia de los feminicidios no la ha elevado al menos públicamente a lo que es, no solo en México, sino en el mundo: un problema de seguridad pública.

CARLA

Frente a la falta de respuestas y recursos del Estado, organizaciones como la de Figueroa intentan abrir vías de escape para que las mujeres puedan salir de la oscuridad de sus encierros. A uno de esos refugios acudió Carla después de que el 10 de mayo su marido llegara borracho a su cuarto e intentara estrangularla y matar al bebé de ambos. También la amenazó de muerte si decía algo.

Los golpes y las amenazas han estado presentes en su vida desde antes de la pandemia. Cuando salía con él, la violó y se quedó embarazada. Tenía 20 años y un hijo que tiene ahora siete meses. Entonces, su familia la obligó a casarse, pero tras la última agresión, la del 10 de mayo, sus ganas de vivir y de cuidar a su hijo le hicieron enfrentarle y tomar valor para denunciarlo. Ella decidió acudir al refugio y puso una demanda por intento de feminicidio. Él está suelto.

Carla tiene miedo de que su caso quede en la impunidad como otros, pero está estudiando derecho y sueña con poder ayudar a otras víctimas de violencia como ella. “Quiero defender a las mujeres. Ahora con lo que me pasó, veo tantos casos que quiero luchar hasta donde quede para poder hacer justicia”.

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