Mayores migrantes en Madrid, ¿quedarse o volver para morir?
Los mayores extranjeros de más de 65 años casi se han quintuplicado en la Comunidad de Madrid en dos décadas. En 2023 se registraron 97.143. Una población con sus propias necesidades que cada vez con más frecuencia decide quedarse por una cuestión de arraigo familiar a pesar de que su primera voluntad fuera envejecer en su país natal.
En el año 2022, el Instituto Nacional de Estadística (INE) registró un total de 1.412.085 personas extranjeras en la Comunidad de Madrid, cifra que doblaba los números de 20 años atrás. 548.138. Durante ese mismo espacio de tiempo, el número de personas mayores de 65 años nacidas en extranjero casi se ha quintuplicado. En 2002, nuevamente según el INE, eran 20.607. En 2023, la cifra ascendió a las 97.143. El arraigo familiar tras varias décadas asentados en Madrid, así como otras razones políticas o económicas son los principales motivos por los que cada vez más extranjeros deciden vivir en Madrid el último trayecto de su vida. En el portal de datos sobre migración Migrationdataportal se explica que “las personas de edad que se encuentran en contextos migratorios corren el riesgo de que se las descuide, lo que a su vez puede perpetuar las vulnerabilidades y desigualdades”. Partiendo de informes de Naciones Unidas, el portal estima que “la cantidad de migrantes en edad de 65 años o más en países de ingresos altos y medianos —donde residen casi dos tercios de las personas migrantes internacionales― aumentó en casi 16 millones entre 1990 y 2020, mientras que en países de bajos ingresos solo lo hizo en 76.587. La comunidad china es, a pesar de ser una de las más numerosas con 52.767 personas, es una de las que menos arraigo manifiesta. Tan solo 2.034 chinos permanecen más allá de los 65 años. Actualmente no existen casi estudios en profundidad que aborden la inmigración ligada a la edad en España.
Anacleto Bokesa no quiere residencias de ancianos
Si Anacleto Bokesa, de 72 años, pudiera, viviría en África. Sin embargo pasa sus días en Fuenlabrada, sin demasiadas cosas que “le exciten”, pensando muchas veces “qué hago aquí”. Llegó a Madrid en 1975 procedente de Guinea Ecuatorial. Reconoce que, a pesar de su edad, de su familia, y de la complicada situación de su país, su voluntad sigue siendo volver al continente africano. “Soy español, sí, pero me siento de África. Quiero regresar para morir allí. Muchos pensamos igual. Pero esto no siempre es viable. Hay cosas como la sanidad, la seguridad o la mera alimentación que allí no están garantizadas y echan a mucha gente para atrás a la hora de regresar”, cuenta. Por cuestiones políticas —fue hasta 2015 portavoz del Movimiento para la Autodeterminación de la Isla de Bioko (MAIB) contra el régimen de Teodoro Obiang, actual dictador de Guinea Ecuatorial— tiene imposible, según él, “una estancia sin riesgo de asesinato” en su propio país.
Anacleto acumula casi 51 años cotizados en la Seguridad Social. Lo ha conseguido compaginando dos empleos. Por las tardes como enfermero en centros de salud en Getafe, Alcobendas, Villaverde o Ciudad de los Ángeles, y por las noches en hospitales como el Gregorio Marañón o el Severo Ochoa. Dice que cuando estudió Enfermería y Derecho en la Universidad Complutense, era “el único negro”. “Solo me encontré a otro cuando estaba en tercero de carrera”, recuerda. Esto lo explica al ser preguntado si se plantea marcharse a una residencia de mayores si fuera necesario. “Rotundamente no”, responde. “No me veo a gusto en una residencia, ni en centros de mayores. Las personas de mi edad, que son los que iban a la universidad en los años 80, igual que entonces no estaban acostumbrados a ver a un negro en la facultad, ahora tampoco lo están al verle en una residencia. Eso llegará cuando pasen las generaciones. Hoy en día la gente joven tiene eso muy superado, pero la mayor no tanto.. No es racismo, solo que en ese contexto, todavía somos extraños”. En su opinión, del mismo modo que sucede en Usera donde desde hace años existe un centro de mayores solo para chinos, debería facilitarse que los jubilados extranjeros “pudieran reunirse en algún lugar”. “Si no, sucede lo que pasa ahora mismo, que no se les ve por la calle porque están siempre en casa”, sentencia.
Blanca Carvajal aún no ha visto a sus difuntos
La familia Justiniano Carvajal llegó a Madrid de uno en uno hasta que la reagrupación familiar se completó en el año 2001, cuando el padre, José Justiniano, de 79 años, “compró un boleto” sin avisar a nadie y le dijo al taxista del aeropuerto de Barajas que le llevara hasta un portal cerca de la Puerta del Sol. Su mujer, Blanca Carvajal, de 76 años, se asomó al balcón y vio al hombre del que se enamoró en Llano Chico (Ecuador) y al que llevaba más de un lustro sin ver la cara. La pareja, junto a sus cuatro hijos —Alexandra, José Luis, Washington y Fausto Aníbal— viviría unida en Madrid hasta la crisis económica de 2010.
Los Justiniano Carvajal forman parte de la ola migratoria de finales de los 90 y principios de los 2000 que llevó a miles de ecuatorianos a trasladarse a España. Una ola migratoria que encabezaban sobre todo los jóvenes, de entre 20 y 40 años, quienes vinieron a modo de avanzadilla para posteriormente traer a sus padres. Esta generación está aún en sus últimos años de trabajo, de modo que es probable que cuando en breve se jubilen, el número de inmigrantes mayores de 65 años se multiplique de nuevo. Fue la hija, Alexandra, quién en 1993 inició un viaje con 18 años para cumplir con “la esperanza de prosperar”. Pidieron un crédito al banco para comprar el billete de avión, y al cabo de unos pocos meses “la niña” no se había adaptado ni encontrado trabajo. Así, fue Blanca quién no tardó en venirse también a España tras pedir nuevamente otro crédito. Las dos trabajaron muchos años como internas, una en la Moraleja y la otra en la Plaza Mayor. “Había que conformarse con eso”, cuenta Blanca. Más tarde llegaron José Luis, Washington y por último Fausto. Se dedicaron al sector servicios, casi siempre “con contrato”, algo que agilizó la obtención de los papeles. El padre, José, que ejercía como taxista en Ecuador, llegó en 2001 después de no poder soportar su “propia soledad”.
En 2010 los planes de la familia se rompieron. “Cayó España y caímos nosotros también”, comenta José. Habían logrado hacerse un hueco como repartidores de periódicos en una empresa. Fausto había sabido moverse e incluso tenía gente a su servicio. Pero la depresión económica tuvo en ellos un efecto devastador. José regresó a Ecuador para conducir de nuevo el taxi mientras sus hijos aguantaban como podían. Poco antes del Covid, Fausto sigue los pasos del padre y se lleva a su mujer y sus hijos. El día de su 44 cumpleaños comenzó a enfermar, fue ingresado, y falleció a las semanas. Blanca y el resto de hermanos vivieron el funeral por videollamada y aún no han podido regresar para “besar su tumba”.
Blanca y José envejecen en un humilde piso de Parla donde viven con Washington. José va y viene de Ecuador cada medio año. Ella no ha regresado y no puede hacerlo mientras no obtenga la nacionalidad española por la que lleva esperando cuatro años, y que le permitirá cobrar su pensión de 700 euros además de poder permanecer más de cinco meses en Ecuador sin necesidad de volver a España. “Mientras tanto, estoy atada aquí”, declara. “Se murió mi padre, mis hermanos, mi hijo, y aún no he podido ir a verles. El miedo que tengo es que piensen que me olvido de ellos, que piensen que ya no soy de allí. Cuando vienes no piensas en la vejez. Vienes para solucionar tu presente. Luego es cuando te das cuenta que no será fácil volver atrás, y que tal vez nunca lo hagas. Entonces, ¿tú de dónde eres?, ¿Tiene sentido permanecer aquí? Solo por los hijos es que una aguanta”, confiesa.
Las rodillas torcidas de Martha
La periodista y escritora Lucía- Asué Mbomío inició a finales de 2022 un proyecto junto al fotógrafo Laurent Lenger-Adame denominado Afromayores que pretende “hablar del arraigo”. “Más del 50% de la población que emigra lleva aquí más de 10 años. Son vecinos y vecinas que van a dejar un legado y unos lazos en Madrid. También tienen unas necesidades especiales. Por ejemplo, las personas negras tienen más probabilidades de padecer demencias. Además, hay una nostalgia que no cesa y, simplemente por la naturaleza de los trabajos de las personas migrantes en general, su vejez se ve ligada a estrecheces económicas con bajas pensiones o a dolores físicos por los trabajos que podían desempeñar”, sostiene.
Martha Kembia, de 73 años, tiene las rodillas torcidas. Ella, junto a Anacleto, es una de las participantes de Afromayores. Llegó a España con 24 años y dos hijos procedente del antiguo Congo Belga. Vivió con su marido, pero cuando este se marchó en 1983 a EE.UU, Martha se quedó sola en Torrejón de Ardoz con cinco niños a su cargo, en un piso que no podía pagar mas que “autoexplotándose” limpiando casas, oficinas y portales. Había estudiado pedagogía en el Congo aunque nunca pudo ejercer aquí. Lo más cerca que estuvo de salir de la rueda de la limpieza fue en una empresa que le pidió varias veces traducir cuando llegaban jefes franceses. Martha habla seis idiomas. Intentó pedir un cambio de puesto a algo más administrativo que no “lastrara su cuerpo”, pero se le negó la posibilidad. “A los 65 años ya no podía más. Estaba con asma, el tendón de Aquiles. Me habían operado de pólipos nasales por cosas que inhalé mientras trabajaba. Llegué a la jubilación, por así decir, casi de rodillas. Rodillas que tengo torcidas por poliartrosis. El cuerpo se me ha atrofiado a mayor velocidad”, describe.
La mujer asegura que hasta los 60 años siempre estuvo en su cabeza la idea de regresar al Congo. Ahora, “todos los problemas físicos” y la situación política y económica de allí la llevan a creer que no es la mejor idea. “Es curioso cómo cuando uno se monta en el avión y llega aquí, todo son planes bonitos y aspiraciones que te permitirán volver mejor de lo que te fuiste. Todos nos vamos para volver, aunque nunca volvamos”, finaliza.
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