Criminólogos contra narcopisos por el barrio de Lucero
El Colegio de Criminólogos de Madrid atiende las desesperadas peticiones de los vecinos de la calle Cullera ante la degradación de su entorno por la venta de droga y plantean una recuperación integral
Paseando por la calle Cullera, se descubre una antigua colonia de bloques de ladrillo visto de Madrid, que serpentea entre apacibles plazas con bancos en los que descansar, parques de columpios para niños y pistas de baloncesto. La vía, de un solo sentido, está flanqueada por el colegio Irlandesas y un instituto de enseñanza secundaria, desde cuyas vallas, los niños y los adolescentes tienen vistas privilegiadas a la calle y pueden ver el constante trasiego de drogodependientes que acuden a los edificios 14 y 16. “Desde antes de la pandemia”, estima una vecina, funcionan allí varios pisos como puntos de venta de estupefacientes. Son los narcopisos que están pudriendo desde dentro, papelina a papelina, este barrio de origen obrero, cuyos habitantes, como María, Pedro, Ángel o Elvira, han vivido ya en su mayoría más de 70 años, y se instalaron en sus casas a finales de los años cincuenta.
“Hemos ido a todos lados, hablado con la policía, con el ayuntamiento, nos hemos organizado, nos hemos manifestado, hemos acudido como asociación vecinal a la Junta de Distrito, nos hemos encarado con los drogodependientes y con miembros del clan que ha okupado esos pisos, poniendo en riesgo nuestra vida, recibiendo amenazas por su todas las partes, nos han robado, salimos y entramos en nuestras casas y nuestros portales con miedo, los hemos tenido que llenar de rejas”, señalaban y contaban en un corrillo espontáneo la mañana de este viernes, mientras un coche patrulla de la Policía Nacional daba vuelta tras vuelta alrededor de la zona.
“Nadie nos hace caso, a nadie le importa, a nadie le importamos, es desesperante”, concluyen con impotencia. Y, acto seguido, tiran de memoria y recuerdan. “Aquí antes éramos una familia de gente trabajadora, nos conocíamos todos, luego unos se tuvieron que ir con los hijos porque se hicieron muy mayores, otros murieron... y ya vamos quedando menos y más cascados, y nos han ido colonizando”, explican la transformación de su colonia de las últimas décadas.
Su desesperado grito llegó, a través de la Junta de Distrito de Latina y de la asociación de vecinos, hasta los oídos del Colegio Profesional de la Criminología de Madrid —a unos cuantos kilómetros de allí—, que decidió hacer efectiva sus funciones sociales y preventivas en el ámbito de la seguridad ciudadana y ponerse manos a la obra. “Tras analizar el fenómeno y la situación del barrio con los vecinos, nos dimos cuenta de que el principal problema para solucionar el asunto era la descoordinación de los recursos y de las instituciones y organismos competentes”, dice Abel González, vicedecano del Colegio de Criminología de Madrid. “Por eso hemos realizado un informe que ya hemos presentado a la Junta de Distrito y al Ayuntamiento, y que la semana que viene haremos llegar a la Delegación de Gobierno”, anuncia.
El citado informe da cuenta del riesgo de mayor deterioro y de contagio por la expansión de estos puntos de venta de droga en viviendas que corre esta colonia, que colinda con el espléndido parque de La Cuña Verde, rodeada de grandes avenidas, con estación de metro (Laguna) y de tren a 200 metros, con pista de atletismo cubierta y pistas de tenis a otros cien metros.
Siguiendo la línea de la suciedad, se llega hasta esos pisos con facilidad. Latas de cerveza, bolsas, ropas, zapatillas sueltas, colillas, plásticos, y de pronto un colchón o una manta ya en un soportal, olor a pis y a cacas, buzones rotos y sin nombre alguno, escaleras por las que suben cuerpos escuchimizados, consumidos, con gafas oscuras y pómulos angulosos, coches que aparcan, esperan y se van. El peregrinaje es continuo y variopinto y las consecuencias de su paso se pierden en el subsuelo, justo en la boca del metro.
Un albergue de Cáritas, “Cedia 24 horas”, se encuentra en el epicentro de la colonia. De él entran y salen, entre otros, los mismos drogodependientes y otros que acuden a los narcopisos en busca de su dosis. “El administrador habló con el responsable, pero de nada ha servido tampoco”, comentan los vecinos, que aseguran que desde que se ubicó ahí ese centro el problema se ha amplificado. EL PAÍS solicitó la versión de Cáritas al respecto, pero nadie respondió.
Los destrozos sociales y personales de este fenómeno de narcopisos en barrios obreros permanecen impunes pese a la persistente y disuasoria actuación y presencia policial y a las varias operaciones policiales en las que han sido detenidos los narcotraficantes e incautadas las sustancias ilícitas halladas en sus pisos. “Los detienen un día y vuelven al siguiente porque les dejan en libertad a la espera de un juicio que nunca llega”, apunta un vecino, que —como todos— prefiere mantener su anonimato.
Las medidas propuestas por el Colegio Profesional de Criminología de Madrid van desde la “formación para los propietarios y administradores de los edificios”, hasta las “sanciones económicas y fiscales” tanto para consumidores como para moradores que incumplan las normas, pasando por la “regulación del tráfico y el aparcamiento”, o incluso la “confiscación temporal o permanente de las viviendas que sean epicentro de la actividad delictiva”.
El Ayuntamiento ha prometido que instalará cámaras de videovigilancia el año que viene, con el fin de persuadir de los robos. Pero los vecinos temen que la impunidad con la que operan los narcos atraiga a más drogodependientes y agrande el problema. “Los puntos de venta de droga funcionan como vasos comunicantes, taponas uno y se van hacia el otro”, explican.
Mientras se coordinan unos y otros y se toman cartas en el asunto, los vecinos ven como se desploman los precios de sus viviendas (140.000 euros —y bajando—, una de 120 metros cuadrados y cuatro habitaciones, se anuncia en Idealista), siguen modificando sus horarios de entrada y salida de casa para ir y venir del Hogar del Jubilado en función de la afluencia de drogodependientes, han aprendido a ir sin bolso y con el dinero contado a la compra, y saben que no pueden encargar ni una pizza porque nadie viene por aquí, salvo el cartero a dejar las cartas del correo.
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