Los niños y las niñas ya no llevan sombreros
La colonia Ciudad Jardín Alfonso XIII, en Chamartín, comenzó a construirse en 1928, alberga 80 viviendas y estaba destinada a informadores y a empleados municipales
En uno de los cuartos de esta casa, la mayor parte del proceso para fabricar un sombrero se hacía a mano. Siempre para niños y niñas. Para ellos, las gorras. Para ellas, capotas o pamelas. Las gorras, por ejemplo, llevaban dos piezas que se unían. Se hacían con paja suiza. Después, se forraban con cinta por dentro. Se adornaban con unas cintas de cuero o con chinchetas ―en el negocio de la sombrerería, adornar es sinónimo de engarzar las piezas―. Luego se almidonaba. Se tendían y se planchaban a mano.
Amparo (de 88 años) y Claudia ( de 86 años) son hermanas. Nacieron en Madrid. Se fueron a Valencia durante la Guerra Civil, en la que perdieron a su padre. Regresaron a la ciudad con su madre y sus abuelos a vivir en la colonia Ciudad Jardín Alfonso XIII ―también conocida como Municipal― en 1941. Llevan desde entonces en esta casa. “Y si Dios quiere, no nos moveremos hasta que nos lleve por delante”, dicen sentadas en el patio delantero de su vivienda.
Cuando llegaron, la casa, de una planta, tenía dos habitaciones, comedor, cocina y retrete. Ni ducha ni lavabo. “Esto era lo último que había de Madrid. Los taxis llegaban hasta la iglesia de Santa Matilde. Y luego, 15 minutos caminando”.
Su madre era sombrerera. A la vuelta de Valencia, instaló el taller en la calle de Alcalá. A los pocos años, lo trasladó a su casa. “Era un oficio que se transmitía de generación en generación. Nosotras empezamos con 17 años. Se vendían muchísimos sombreros. Estábamos saturadas de pedidos. Y ni horarios, ni sábados, ni domingos. Llegamos a dejar en un día 100 listos para adornar. No había dinero para comer, pero sí para poner la gorrita al niño y la capotita a la niña”. “Afortunadamente”, añaden.
Las colecciones salían de la imaginación de Claudia madre, que cada año incorporaba modelos con nuevos adornos. “Ella misma iba a enseñarlos a las tiendas o a Galerías Preciados. Vendíamos a comercio. A veces hacíamos alguna cosa para amigos, pero era mal negocio porque terminabas regalándolo. Vendíamos todo el año. La temporada alta iba de marzo a septiembre. En invierno empezábamos a hacer capotas de terciopelo”, recuerdan.
Y nunca se sabía dónde podía estar el éxito de un producto. “Después de almidonarlos, tendíamos los sombreros en la parte de atrás de la casa. Por ahí pasaban muchas madres cuando volvían del colegio y los veían. Y, claro, los querían todas. Hubo algunos modelos que hicimos que fueron un boom, con años en los que todas las niñas de Madrid hacían la comunión con algo nuestro”.
La empresa no tenía nombre. Trabajaban la madre, las dos hijas y una empleada. Los únicos sombreros de hombre que se hacían eran para el abuelo, al principio de cada verano. A veces, llegaban encargos peculiares. Como el de aquella conocida que pidió un sombrero con forma de palangana.
“Quedó hecho una maravilla. Nuestra madre era muy buena”, dicen. En los años 40, los sombreros se vendían a 25 pesetas a las tiendas. Con el paso del tiempo, aparecieron sombreros más baratos en el mercado. “Y mucho peor hechos”, matizan. Claudia empezó a trabajar en una fábrica de sombreros de señora. Amparo adornaba trajes de novia.
Aún guardan en casa la máquina con la que hacían los sombreros. “No queremos darla porque nos da mucha pena. Cuando faltemos, irá a la basura…”. Dicen que ya no se ven niños con sombrero. Que cuando ven uno, les extraña. Que les gusta más la infancia de ahora, con sus vaqueros, que los “repipis” de antaño. Que si sale un sombrero en una película, lo comentan. Que han estado muy bien gracias a los sombreros.
―¿Y llevan sombrero?
―¡Qué va! ¡No se estila, hijo!
―¿Y sabrían hacer uno ahora?
―Sí, pero no tenemos ni los medios ni las ganas. Estamos en la época de descanso.
La colonia Ciudad Jardín Alfonso XIII comenzó a construirse en 1928. Estaba destinada a informadores y a empleados municipales. Se construyeron 80 viviendas que alternan cuatro modelos. Hay casas de una planta y de dos. La media de metros cuadrados por planta está entre los 45 y los 60. En una primera mirada, se puede intuir qué vecinos llevan aquí toda la vida y cuáles han llegado recientemente. La diferencia está en los cierres de las parcelas. Abiertos en los de los primeros. Opacos en los segundos.
Para Claudia y Amparo, “la vida aquí ha cambiado mucho. Ha pasado de pueblo a urbanización. Antes nos conocíamos todos y ahora no conoces a casi nadie. Se han ido muriendo los mayores, los hijos lo han vendido. Nosotras nunca hemos querido cerrar patio. Es un absurdo, aunque respetamos la búsqueda de intimidad. Pero si nosotras queremos un jardín, lo queremos que nos entre el sol y el aire”. También para saludar a los vecinos que pasan por delante. “¡Que no os hagan mucho daño!”, le dicen a una pareja que va a ponerse la vacuna de la gripe.
Ricardo Elizondo (65 años, Buenos Aires) es arquitecto. Llegó a Madrid en 1984. Ha hecho una treintena de reformas en hotelitos de colonias. “En los años noventa todavía eran casas relativamente baratas. Ahora son casas caras, por lo general con pocos metros. Y la gente quiere sacarle el mayor rendimiento posible. Hay que tener en cuenta que todas son casas protegidas y que dependiendo del modelo de vivienda hay una serie de actuaciones permitidas, pero por resumir: lo que no se puede tocar es la envolvente. Y hay colonias mejor hechas que otras. Se nota que el mortero de cemento, el que une los ladrillos, ha envejecido mal. En su momento me imagino que iría pobre en cemento y en cal, con más arena, para abaratar las casas. Pero el ladrillo, la teja, la madera, son buenos. Tienen muros de un pie ―30 centímetros― lo cual facilita el aislamiento…”.
Ricardo explica que el perfil que se acerca a la colonia suele ser “una pareja joven, que tienen uno o dos hijos o que quieren tenerlos. Con un poder adquisitivo alto ―para una vivienda con unos 100 metros útiles, el precio está por encima del medio millón de euros y una reforma supera normalmente los 300.000 euros―”.
Después de tantas obras en colonias ―”lo tengo muy trillado”―, Ricardo explica que, a la hora de reformar “se juega mucho con los sótanos, con que tengan buenos lucernarios que den al patio delantero y al trasero, de tal manera que entre la luz del sol y que den sensación de altura. Entre el sótano y la planta baja puedes situar la cocina y el salón. Y la clave, para mí, está en la escalera. Antiguamente era un elemento que tenía mucho más peso en la vivienda. Ahora es una cuestión de practicidad y seguridad”. También hay un elemento clave para que la reforme sea un éxito: “La buena conexión con los clientes”.
Para Ricardo, que vivió durante tres décadas en colonias de Chamartín ―desde 1986 hasta 2016―, la vida ha cambiado mucho en estos enclaves. “Cuando yo llegué, más del 50% de los habitantes eran originales o descendientes de originales. La gente más mayor no se quiere ir, pero si la casa tiene escaleras, pues a lo mejor tienen que mudarse a un piso. Y los hijos o los nietos sí quieren vender, porque los habitantes originales eran rentas más bajas que los que llegan ahora. Se nota en los coches. Antes había una norma no escrita en la que cada vecino aparcaba en el espacio que hay delante de su casa. Cada familia tenía un único vehículo. Hoy hay casi un coche por cada habitante de la vivienda”.
Coincide con Amparo y Claudia en que la diferencia entre las casas originales y las actuales salta a la vista. “Lo ideal es actualizar la casa sin perder su esencia”, concluye. De vuelta al paseo, Amparo y Claudia están a punto de empezar una partida ―”la timba”, la llaman ellas― de chinchón. Isabel y Ángel, sus vecinos de enfrente, completan la mesa. Se les puede ver a través de la verja original, que permite contemplar el vergel del patio delantero de la casa y todo lo que sucede tras la ventana abierta del salón. En una de las habitaciones, descansa la máquina para adornar los sombreros.
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