Las personas que hacen las colonias
La colonia Boetticher y Navarro, también conocida como Nuestra Señora de la Paz, en Villaverde, se empezó a construir en 1940 para los empleados de la fábrica de ascensores, grúas y calefacciones
Es como si tuvieran un mapa de la colonia en la cabeza. Un mapa en el que se ubican las diferentes historias de los vecinos, sus circunstancias y curiosidades. Un mapa con notas al margen en las que se explica la historia del lugar. No importa que hayan nacido allí o que hayan llegado recientemente. Pertenecen a una estirpe de personas que van tejiendo un hilo invisible hecho de empatía, curiosidad y tiempo. En casi todas las colonias hay, al menos, una persona así. Si las agencias inmobiliarias supieran de su existencia, podrían añadir un sobreprecio bajo el concepto “intangible”. Otra cosa sería poder valorar con justicia una labor tan poco materialista.
Javier Cuenca (56 años, Madrid) sería una de esas personas. Nacido en Villaverde, empleado de una empresa de limpieza, llegó a la colonia Boetticher y Navarro -también llamada Nuestra Señora de la Paz- en el año 2000. Le tocó ser vocal de la mancomunidad que la rige -son puestos rotatorios, por los que deben pasar todos los propietarios, que aportan 25 euros al año- y ahí comenzó a conocer a la gente. “Hay que decir que Villaverde todavía conserva mucho de la esencia del pueblo que fue. Se anexionó a Madrid en 1954 y mantiene mucho de la vida en la calle, que es donde conoces a tus vecinos. Es decir, que esta colonia es un pueblo dentro de otro pueblo. Además, el año de mi llegada coincidió con las obras de remodelación de las casas -se picaron las fachadas, se cambiaron los tejados o se impermeabilizaron las cubiertas- y al final vas conociendo a todo el mundo”, explica después de saludar a tres vecinos por el nombre mientras pasea por la calle Taivilla.
La compañía Boetticher y Navarro se fundó en 1904. Dos ingenieros de sendos apellidos pusieron en marcha una empresa que fabricaba ascensores, grúas o calefacciones. Su primera sede estaba en la calle Zurbano. En 1940 se inició la construcción de una nueva fábrica en Villaverde. Se terminaría en 1952. La impresionante bóveda de la nave central -un espacio diáfano de casi 150 metros de largo con gran protagonismo de la luz natural- acoge hoy un centro de innovación municipal. En la parcela contigua está la ciudad deportiva Boetticher, levantada sobre unos terrenos donados por la compañía en 1948. La empresa buscaba dar un servicio integral a sus entonces más de 500 trabajadores. En lo lúdico con las ya citadas instalaciones deportivas, en la formación con un centro de formación profesional y la construcción de 242 edificios de dos alturas que albergan cada uno cuatro viviendas. A apenas 300 metros de distancia de la fábrica. 9 minutos caminando.
“Los empleados llegaban aquí y pagaban una cuota que se les descontaba de su sueldo. Eran mayoritariamente personas que venían de fuera de Madrid”, explica Javier. “Cada portal tiene cuatro viviendas y cada vivienda tiene un patio que mide exactamente lo mismo que la casa. Las viviendas de 60 metros tienen un patio de 60 metros -las hay más grandes, de 80 metros; la diferencia estaba en el número de habitaciones, tres o cuatro-. Los que vivimos en la planta baja accedemos directamente desde la casa y los que viven arriba tienen que hacerlo a través del portal”, explica al tiempo que inicia un paseo para visitar a algunos de los vecinos que trabajaron para Boetticher.
-¡Angelita, Angelita!, llama Javier.
-¡Voy!, se oye desde dentro de la casa.
-¡Hola, guapa, asómate al balcón!
Y Angelita se asoma y abre, primero, el portal y luego la puerta de su casa. Ángela Fernández (88 años, Madrid) llegó a la colonia en 1961. Está viuda y tiene dos hijos. Melómana. Le gusta cantar. Su marido trabajó en la fábrica. Venía todos los días a comer a casa. Ella estaba en una empresa de artes gráficas y trabajó luego como telefonista. “De cuando los teléfonos no eran como ahora”, matiza. Tiene dos hijos y una bisnieta “que no sabes cómo canta y baila”. “Es una alhaja. Me tiene loca”. Recuerda la colonia como un espacio “muy formal. No sé si tenía que ver con que la señora Boetticher era alemana. Muy maja. Creo recordar que vivía por Cibeles”. En su casa hay fotos de toda la familia. Su hijo Ángel viene todos los días a verla. La que fue la habitación de los niños es hoy un trastero con una bodega de vinos en la que hay botellas de 1989. “Angelita es la abuela de todos. Cuando llegamos a la colonia, adoptó a mis dos hijos como nietos”, dice Javier. “Bueno, es que con mi traje de novia se casaron por lo menos tres chiquitas. Había mucho apoyo mutuo. Eso sí, después de la boda lo llevaban a la tintorería”, añade ella. Angelita se despide cantando una canción que hace referencia a la ría de Arousa.
De vuelta a la calle, Javier timbra a otro vecino. Se presenta con su nombre y su dirección. Abre la puerta Ismael García (84 años, Moraleja de Sayago, Zamora). Nacido en la posguerra, “cuando no había ni patatas”, lleva medio siglo en la colonia. Trabajaba en Boetticher como proyectista en la rama hidráulica. “Había un tablero con un papel en blanco y te ponías allí todo el día dale que te pego. Tenías que hacer el plano de una compuerta o de lo que fuera”, recuerda. “Llegamos a ser 3.000 empleados. Luego vino la limpia completa y nos fuimos a la puñetera calle”. Para Ismael, el hecho de compartir colonia con los compañeros de trabajo también tenía su parte negativa: “al ser todos el mismo sitio, había muchos tira y afloja. Las relaciones de la fábrica se trasladaban al barrio. Las buenas y las malas. Había muchas envidias. Ahora ya cada uno va a lo suyo y no te preocupas si el que está al lado vive mejor o peor que tú”.
Las fachadas tienen una celosía de nueve cuadrados encima de la puerta. A los portales de la colonia se accede a través de un escalón. Dentro, hay dos peldaños que suben hacia las viviendas de la planta baja y otros tres que bajan hacia el pasillo que da acceso a los patios. Un primer tramo de diez estrechas escaleras y otro de ocho llevan al segundo piso. En muchos de los patios hay una caseta que hace las veces de trastero. “Si ya hay poco ruido en el exterior, aquí sí que solo se escuchan los pájaros”, dice Javier, que habla con verdadera pasión de la vida en la colonia y de las ventajas de las casas. “Solo cambiaría esto por irme a un pueblo”, asegura.
Preguntado sobre su rango informal de nexo de la comunidad de la colonia, responde:
“Va un poco en mi personalidad. Desde los 15 años participo en el movimiento vecinal. Siempre he estado enredado en temas. Y eso hace que le tengas más y más cariño a tu barrio, que vayas participando en más y más cosas. Llegué a esta colonia hace 23 años y tuve la suerte de que todavía quedaban muchos de sus habitantes originales. Hoy muchos ya no están. O han fallecido, o se han vuelto a sus pueblos, o han vendido las casas. Ellos fueron los que me transmitieron oralmente la historia de la colonia, cómo era la vida aquí. Y a mí me gustaba mucho escuchar esos relatos”.
A Javier no le gusta tanto hablar de sí mismo como escuchar y contar historias del barrio. Tal vez por eso cambia rápidamente de tema:
“Mira, en esta calle hemos estado a punto de perder dos árboles. Porque ahora no se reponen los que se mueren y se tapan muchos alcorques. Pues planté el que me dieron cuando se murió mi padre y ahora varios vecinos han plantado árboles. Antes de que se quedaran vacíos y los taparan, hemos decidido recuperarlos”.
La comunidad se forja en los pequeños detalles.
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