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La casa de Amparo es una trinchera contra la desokupación

La señora de 67 años, víctima del intento de desalojo ilegal por parte de Brigada Desokupa, lucha para denunciar por acoso a esta empresa y se queja de la inacción de la Policía Nacional

Amparo Espino, de 67 años, en el piso donde vive en Vallecas.Foto: INMA FLORES | Vídeo: EPV
Elena Reina

La casa de Amparo Espino estos días es un fortín. Hombres y mujeres, de todas las edades, entran y salen ordenadamente de un salón colorido, donde siempre hay agua fresca. Se apuntan en una planilla para cubrir los huecos, unos se quedan fuera y otros la acompañan dentro. Este bajo humilde de Vallecas, de una promoción de viviendas públicas de finales de los ochenta, se ha convertido para todos los que no se pueden permitir la playa, los que temen que les pase lo mismo o ya lo han vivido, en una trinchera por el derecho a una vivienda digna. Los ha salvado lo básico: la ausencia de una orden judicial. Y a la ley, que tantas veces los ha puesto a muchos en la calle, se agarran como único salvavidas. Si Amparo cae, caerán todos.

El enemigo los sigue de cerca. El miércoles, una decena de hombres de la empresa Brigada Desokupa, irrumpió por segunda vez en el portal de Amparo, llegaron hasta el felpudo de su puerta. Y después de media hora de gritos y amenazas, tocaron el timbre, acompañados de la Policía Nacional. El objetivo era sacar a la mujer de ese piso en el que está de alquiler y no paga. Habían sido contratados por la propietaria, un trabajo por el que cobran como mínimo 2.500 euros, según su página web. La propiedad se ha negado a dar ningún tipo de información a este diario sobre el proceso legal que emprendieron. Amparo, acompañada de gente de la PAH de Vallecas, no abrió. Ningún juez había dado una orden.

Antes de marcharse, derrotados tras el espectáculo macabro de tratar de amedrentar a una señora de 67 años, enferma del corazón (tiene una miocardiopatía hipertrófica), superviviente de un cáncer de mama, con más de una veintena de agentes de la Policía Nacional y sin ninguna justificación legal, les lanzaron una advertencia: “Ustedes mismos. Tienen 48 horas”.

Amparo lleva más de 576 horas en las que suena el timbre y se encoge. 24 días. Así que esa amenaza no sonaba a farol. Trata de salir de casa lo mínimo, si acaso unos metros. Al sacar a sus dos perros minúsculos, uno de ellos tiene 18 años, mira siempre a la esquina de enfrente. El bar donde el otro día se reunieron esos hombres de negro. Desde el miércoles los ha vuelto a ver por ahí cada día, ella y su mejor amiga, Chelo, que se ha tomado vacaciones —trabaja en la cocina de una residencia de mayores de Madrid— para no dejarla sola. Sospechan que uno vive cerca y les sirve al resto de la brigada de vigía. Saben que atacarán de nuevo, cuando se queden solas.

El viernes, Chelo convenció a su amiga de que debían ir a denunciar lo que estaban viviendo. Paco (nombre ficticio por temor a represalias), un hombre de unos 65 años que colabora con la plataforma de Vallecas, se ofreció a quedarse resguardando la casa mientras ellas iban a los juzgados de Plaza Castilla. Al salir, cuentan, un hombre vestido de negro con una gorra y otro más las observaban desde la terraza del bar. Era uno de ellos, al otro no lo pudieron reconocer. Después de unas horas de peregrinaje desde el norte de la capital hasta volver a una comisaría de la Policía Nacional de Puente de Vallecas, llegaron derrotadas. No consiguieron interponer ninguna denuncia.

“Al llegar al juzgado nos dieron un papel, donde podíamos redactar la denuncia para que nos la sellaran. Pero no sabemos bien cómo hacerlo, luego nos recomendaron ir a la comisaría más cercana, que ahí nos podían ayudar”, explicaba Amparo. “En la comisaría no nos han dejado. Al vernos llegar, me han llamado okupa. Nos han dicho que no tenemos pruebas suficientes, que lo que nos hacen no es acoso. Les hemos dicho que si tenemos que esperar a que nos hagan algo malo y nos han respondido que no hay ningún delito. No hemos podido poner nada”, contaba Amparo muy agitada desde el otro lado del teléfono. “Yo le he preguntado a uno si acaso él vino el otro día con los matones a la puerta de mi casa”, contaba Amparo, pues sospechó por sus palabras que conocía bien su caso.

Alrededor de las 21.00, decidieron volver a intentarlo. Esta vez, acudieron junto a dos compañeras de la plataforma. Al subir la rampa de acceso a la comisaría de Puente de Vallecas, un policía las detuvo. Las reconoció al instante. Este periódico fue testigo de cómo, desde la puerta, el agente encargado de “filtrar” (según sus propias palabras) las cuestionó sobre los hechos que ellas querían denunciar. “Ustedes dicen que sufren acoso, ¿de qué tipo?, ¿es reiterado?”, les preguntó. Ellas repitieron, cada vez más alteradas, que había hombres en la puerta de su casa, que habían ido ya dos veces, que querían sacarlas a la fuerza. Que los habían visto después cerca del apartamento, que tenían miedo…

El policía seguía cuestionándolas con preguntas sobre si eso sucedía todos los días, desde hace cuánto, si estaban de verdad seguras de que eso implicaba un delito de acoso, que unos hombres pueden estar en un bar y que eso no significa nada. “No lo sé, no sé qué delito, si acoso, coacción… Yo sé lo que estoy viviendo”, respondía Amparo. “Todos los días. Desde hace 20 días, por lo menos”, agregaba Chelo. “¿Por qué tiene que decidir usted si lo que yo vengo a denunciar es delito o no lo es, no lo tendrá que decidir un juez? Yo solo quiero poner una denuncia”, espetaba Amparo cada vez más enfadada. “Yo no les estoy impidiendo poner ninguna denuncia, ni la entrada. Si ustedes quieren, pasen ahora mismo”, respondía el agente cuando la tensión había escalado, según pudo escuchar este diario.

Durante más de una hora de tensión y después de que los agentes, cada vez más nerviosos, entraran y salieran con los DNI de las cuatro ―algunas de ellas propuestas para sanción― otra agente les explicaba en tono conciliador que sus compañeros tienen que hacerles esas preguntas; no porque dudaran de ellas, sino porque la denuncia no iría a ninguna parte. Pero ahí ya nadie se fiaba de nadie. Y ante el temor que les brindaba el uniforme, decidieron dar vuelta atrás. Una abogada de la plataforma les acababa de ofrecer ayuda para presentar una denuncia redactada en los juzgados. “¡Es que esto no puede ser! A nosotras nos van a ayudar, pero ¿y quien no puede permitirse un abogado?”, se quejaba una de ellas de regreso al fortín.

La tercera batalla de Amparo, que era la de todos, se libró el viernes. No saben cuántas más podrán aguantar. Mientras esperan la siguiente, los une el terror y la rabia de que vuelvan esos hombres de negro, dispuestos a reventarlo todo.

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Sobre la firma

Elena Reina
Es redactora de la sección de Madrid. Antes trabajó ocho años en la redacción de EL PAÍS México, donde se especializó en temas de narcotráfico, migración y feminicidios. Es coautora del libro ‘Rabia: ocho crónicas contra el cinismo en América Latina’ (Anagrama, 2022) y Premio Gabriel García Márquez de Periodismo a la mejor cobertura en 2020

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