Las mil vidas de un cadáver del que se aprovecha de la cabeza a los pies
El Centro de Donación de Cuerpos de la Complutense encuentra decenas de posibilidades después de la muerte, desde prácticas para bomberos hasta el ensayo de una operación pionera
María no quiere que nadie decida por ella cuando muera. Hace 11 años especificó en su testamento que donaría su cuerpo a la ciencia y ha venido a la Universidad Complutense de Madrid a rellenar el formulario para completar el proceso. “No quiero que opinen mucho cuando yo no tenga forma de expresar lo que quiero”, sentencia esta mujer de 76 años con determinación. Sin marido ni hijos, no quiere a su “extensa” familia opinando cuando llegue ese momento. Mete el formulario en el bolso y se marcha muy tranquila por uno de los largos pasillos de la Facultad de Medicina. Cuando vuelva, lo hará por otra puerta en el sótano del edificio, tumbada en una camilla y preparada para ser embalsamada o congelada.
Es el Centro de Donación de Cuerpos de la Complutense, un lugar que ha dejado atrás la polémica levantada en 2014, cuando salieron a la luz las imágenes que mostraban el nefasto estado en el que se acumulaban decenas de cuerpos. La catedrática Teresa Vázquez está desde 2016 al frente de este organismo que se creó para reorganizar la gestión del servicio y que se inauguró en 2019. Es una de esas personas que se nota que nació para el puesto que hoy ostenta. Se siente tan en su lugar que tiene claro que también acabará en una de estas cámaras de congelación cuando fallezca. La muerte nunca ha supuesto para ella un tabú. “Aquí hacemos hasta visitas guiadas si alguien nos lo pide para que haya total transparencia, que si no parece que estamos haciendo algo parecido a ritos satánicos. La muerte es parte de la vida”, comenta.
La rampa en la que aparcan los vehículos de las funerarias está en un lateral de la Facultad de Medicina y conduce directamente a la sala en la que se rasuran por completo, limpian y embalsaman los cuerpos. Una estancia con una cama de mármol y otra metálica, una máquina embalsamadora y un instrumento parecido a unos cascos de música, pero para los ojos. “Es por si salta algún fluido a la cara, para limpiarse”, detalla Vázquez. En una pared, una pizarra con los últimos seis donantes recibidos. Se indica la fecha de entrada y el sexo. Cada año descienden esa rampa alrededor de un centenar de donantes. “Cuando hace calor es cuando más llegan”, señala Vázquez. Una vez el corazón deja de latir, todo tiene que ser muy rápido, el proceso de conservado se tiene que completar en 48 horas. El ambiente está cargado de etanol, para conservar los cuerpos, y también llegan oleadas de lejía, para mantener todo completamente desinfectado.
La sala está directamente comunicada con un congelador en el que una treintena de cuerpos reposa en una especie de literas. En todo el centro hay ahora alrededor de 120 cadáveres. Los tres operarios del centro están organizando algunos de ellos. Los cuerpos congelados hacen un ruido seco y fuerte al caer encima de las camillas metálicas. Ese sonido retumba en este sótano de forma inconfundible. Araceli Borbolla, técnica de la sala de disección organiza el trabajo junto a Miguel, Kevin y Adriana, los operarios. “Aquí hay que quitar las extremidades”, indica Borbolla. “Si hay un cadáver congelado y solo necesitan ensayar una operación en una zona concreta, solo sacamos esa parte. Aquí no se desaprovecha ni un pie, es lo menos que podemos hacer ante la generosidad de los donantes, que sepan que todo va a ser útil”, apunta Vázquez. Pegada a una de las paredes descansa la potente sierra con la que se cortan los cuerpos mientras están congelados.
En la sala contigua, una habitación reproduce varios quirófanos. Es el lugar en el que equipos de especialistas ensayan y preparan operaciones importantes y pioneras en muchos casos. “Viene gente de toda Europa, la ventaja de nuestro centro es que es muy grande, tiene mucho espacio y estas prácticas las llevan a cabo equipos grandes”, apunta la directora. Son 4.000 metros cuadrados destinados a estudiar cuerpos inertes. Hay pantallas, cámaras para grabar las intervenciones y paneles de colores para separar por si hay varias a la vez.
Hace 200 años, los llamados resurreccionistas robaban cuerpos de los cementerios y los hospitales para venderlos a las escuelas de Medicina. Un lucrativo negocio con el que algunos buscavidas ganaban su sustento y los doctores ampliaban conocimiento. El propio Premio Nobel de Medicina español, Santiago Ramón y Cajal, llegó a robar en el Madrid del siglo XIX cerebros de fetos que llevaban apenas unas horas fuera del útero materno. Para esta labor le ayudaron algunas monjas de caridad que asistían en los partos. Así fue cómo consiguió describir (y dibujar) las neuronas. Por suerte, hace tiempo que ya no es necesario recurrir a las profanaciones y los robos para entender cómo funciona un pulmón o un cerebro.
En el piso de arriba, están las salas de disección, aquellas en las que los estudiantes penetran en las entrañas de los cadáveres. Aprender de los muertos para salvar a los vivos. “Los alumnos llegan a establecer una relación muy especial con su cadáver”, asegura la directora del centro. Durante todo el curso cada grupo de alumnos se encuentra semanalmente siempre con el mismo cuerpo. Los bultos reposan ahora bajo plásticos azules, mientras los alumnos afrontan el final de curso.
En estas estancias, también se enseña a encontrarse con la muerte, a no temerla, a que no te paralice. Muchos bomberos de Madrid se topan por primera vez en estas salas con fallecidos. Los miran, los tocan, comparten el espacio con ellos. “Tienen que estar seguros de que no se van a quedar impactados cuando el día de mañana, en una intervención, se encuentren con un muerto. Si se quedan en shock en un momento así, puede ser fatal”, especifica Vázquez. En estas prácticas están acompañados de psicólogos.
Todos los cuerpos que entran en estas instalaciones tienen un nombre y apellido. Este no es un destino para los cadáveres sin identificar. Los fallecidos que reposan en estas cámaras decidieron en vida que este sería su destino, como María, la señora que acaba de rellenar el formulario. Cualquiera puede donar, solo hay algunas excepciones como la gente con obesidad mórbida, por una cuestión logística, los cuerpos que han sido sometidos a una autopsia o las personas con una enfermedad infecciosa. “Para formalizar la decisión tiene que haber dos testigos con la persona que va a donar. Algunos de ellos llaman cada cierto tiempo para comprobar que todo sigue en orden, otros vienen a ver las instalaciones... Con algunos tenemos cierta relación, pero emocionalmente no me puedo implicar mucho con ellos porque luego los veré aquí”, comenta Vázquez señalando a una de las camillas.
La directora se lamenta de que ha habido ocasiones en las que las familias no han respetado esta última voluntad: “Muchas veces por desconocimiento o por motivos religiosos... Te da pena pero no puedes hacer nada, por eso yo insisto mucho en mostrar lo que se hace aquí y para lo que sirve. Si después de muerto puedes ayudar a salvar la vida de... no sé, un niño, pues esta se convierte en una opción tan válida como el enterramiento o la incineración”. Empeñada en romper tabúes y mitos sobre lo que pasa en estas cuatro paredes detalla que hay todo tipo de donantes. “También musulmanes, ellos solo te piden que hagas un rito antes de utilizar el cuerpo, pero claro que hemos tenido”, puntualiza.
María tiene total confianza en que su familia la respetará, por eso desaparece por el pasillo tranquila, no ha necesitado ni siquiera ver las instalaciones. “Sé que son óptimas y seré útil, con eso me basta”, comenta con un dulce acento colombiano. Y se marcha del edificio en el que los cadáveres sirven, tal vez, para salvar mil vidas.
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