Hojas de tres lóbulos
El arce de Montpellier, con sus hojas palmeadas y coloridas, es perfecto para crear pantallas, o para salpicarlo en parques y vías públicas
El otoño ya ha pintado a brochazos todas las calles, parques, jardines y bosques donde hay árboles caducos. Hay lugares en los que, incluso, no queda ni una sola hoja. En la ciudad todavía tenemos la paleta de colores totalmente desplegada en las ramas, y uno de los árboles que la muestra con más elegancia es el arce de Montpellier (Acer monspessulanum). Llamado así por su abundancia en esta región del sur francés, en la península ibérica lo encontramos de forma más frecuente en la mitad norte y en el este. De todas formas, no es raro hallarlo en otros lugares, y crece feliz en la sierra del Guadarrama o en El Escorial.
Es más, al pie de la silla de Felipe II de la localidad escurialense tenemos el arce de Montpellier más grande y añejo de la zona centro. Con una edad aproximada de 340 años, es todo un hito en el bosque de La Herrería donde vegeta. Allí ha alcanzado la altura máxima que se estima para esta especie, de tan solo 10 metros de altura. Por ello, se trata de un pequeño arbolito ideal para espacios reducidos, y gracias a esa razón cada vez se planta más en calles angostas y jardincillos.
Un árbol resiliente
Pero hay más argumentos para cultivarlo, como enumera Ismael Pizarro Muñoz, arquitecto paisajista y enamorado de esta especie: “Es muy resiliente, y se adapta tanto a periodos de sequía como a aquellos en los que puede haber encharcamientos, algo perfecto para la península. Por si ello fuera poco, es un hito en el jardín con sus colores otoñales”. Este árbol está acostumbrado a crecer tanto es suelos calizos como en suelos silíceos, así que el pH del sustrato no le arredra en ningún caso. Además, como recuerda Raúl Sánchez, jardinero y maestro de infantil, allí donde crece genera “un lugar muy especial, de suelo fresco y rico”.
De preferencia, sus raíces disfrutan expandiéndose en terrenos pedregosos, acompañando a otras especies de árboles, como encinas (Quercus ilex), quejigos (Quercus faginea) y otros miembros ilustres de la familia de los robles (Quercus spp.). En ocasiones también puede crear bosquetes, como cuenta Raúl: “Me los encuentro en los cerros de Los Santos de la Humosa, en las laderas en umbría. Son frecuentes especialmente en las laderas que bajan de los páramos y que no han sido cultivadas con cereal u olivos, por lo escarpado del terreno. Son bosquetes pequeños y delicados entre un bosque más amplio”.
Delicadas son también sus hojas, con una forma que atrapa la mirada y la curiosidad de cualquiera que pose la vista en ellas. Son palmeadas, con tres lóbulos de los más tiernos, y ahora están en su momento más estético. Pueden adquirir tonalidades amarillas, anaranjadas o rojizas, dependiendo de su genética, lugar de crecimiento y seguramente que algún misterio más. Aportan al jardín esa explosión de color tan propio de otros arbolitos ornamentales que se utilizan con ese fin, como los arces japoneses (Acer palmatum), con la ventaja de que el arce de Montpellier pertenece a nuestro entorno.
“Cuando tenemos plantas autóctonas que consiguen el mismo efecto que las exóticas, creo que es mejor utilizar las de la península”, considera Ismael. Incluir esta especie en compañía de encinas o de otras perennifolias, al igual que ocurre en la naturaleza, produce unos ritmos de color maravillosos en el jardín. Es perfecto para crear pantallas, o para salpicarlo en parques y vías públicas, como lo encontramos en la misma ciudad de Madrid, al igual que en la calle del Duque de Medinaceli. Allí comparte acera con el traqueteo de ruedas de equipajes y de carros maleteros del hotel adyacente, y soporta estoicamente condiciones muy adversas de cultivo.
El frío invernal es una necesidad para él, si se quiere cultivarlo con éxito. Este campeón no necesita de ningún tipo de poda, más allá de cortar alguna rama dañada o mal situada, ya que presenta un crecimiento muy ordenado y lento. Como consecuencia de este crecimiento parsimonioso, tiene una madera muy dura, la más apreciada entre los arces, al ser la más compacta, de un color rojizo o rosado. Esta resistencia ha hecho que forme parte de instrumentos musicales o de los estéticos bolillos para elaborar los encajes. Muchas cualidades se juntan en esta especie en apariencia modesta, digna de figurar en un puesto de honor en todos nuestros jardines mediterráneos.
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